(Dedicado al buen Primo Antonio, entusiasta lector de los que soplan bajo las alas de este blog)
Ya lo cantaban nuestros admirados Hombres G: “Por eso no,
no, no, no te quiero ver” y García Lorca: “¡Que no quiero verla!” Hay cositas
que no queremos ni debemos ver, al menos obligatoriamente. Usted quiere
presenciar una operación de quirófano? Me consta que hay gente que se las pone
en YouTube, sobre todo si les van a hacer a ellos la misma, para
informarse/espeluznarse. Pero es voluntario, lo mismo que un parto, algo que a
mí no me parece terrible pero hay gente que al verlo se desmaya. Acaso es usted
de los que mira por detrás los tapices? De los que abre los ordenadores para
ver cómo son por dentro? Salvo que se sea profesional, eso es lo raro, la
verdad. Incluso aquellos simpáticos relojes de pulsera Swatch transparentes que
enseñaban las tripas no pasaron de ser una novelty, porque una cosa así se
puede contemplar un minuto y hace gracia, pero… de verdad se la quiere usted
pasar mirando ruedecillas y engranajes si no está viendo una película de Chaplin?
Las cosas tienen dos partes, a saber: la de dentro y la de
fuera. Y la de dentro (o de detrás) no se ve, gracias. Pero Estatuas Verdes,
siempre a la vanguardia de la chorrada lleva unos meses constatando con
preocupación una turbadorísima tendencia: los restoranes con cocina a la vista
de la clientela. “Ja, ja, ja, ja! Qué buena idea!” …O no.
Ya sé lo que me vais a decir: “Se llama show cooking”. Sí,
sí, sí, ya lo sé, señora: yo también veo el telediario de Antena 3. Y también
sé que una cosa es que en un momento determinado –como novelería- pueda tener
cierta gracia ver cómo preparan tal o cual plato, o ver cómo te fríen a la
plancha lo que sea pero por lo general, cuando la comida llega a mi mesa me
suele gustar que ya esté terminada, mucha gracias. Igual que me pongo un traje
o me leo un libro y no soy el jodido Funes el Memorioso, no necesito imaginar
ni mucho menos ver cómo se ha cultivado el algodón, se ha hilado la tela, se
han cortado los patrones, se ha cosido la sisa, etc. o lo mismo para el símil
del libro, que ahora no me apetece completar, pues de igual manera digo que
cuando me llega una elaboración a mi puesto de comensal no quiero saber cómo ha
sido elaborada.
Y si lo quisiera, ya me enteraría de la receta, o buscaría
en internet las técnicas culinarias, o vería un programa de cocina en la tele,
que son cojonudos y me encantan, con la posible excepción de que no estoy yo
allí delante sentado esperando a que Arguiñano termine para zampármelo. Si Dios
permitió que en la evolución natural la cocina y el comedor sean dos
habitaciones diferenciadas, por mucho open concept, cocina americana y el
programa ese de Divinity donde derriban paredes a la hora de la siesta, qué
infame bromista urdió la idea de que a los clientes de un bar o restorán les
apetecía ver cómo les preparaban las cosas? Sin duda, uno que no vio el
episodio de Chris Peterson en el que nuestro chico se hacía Inspector de
Sanidad y se le caían los ojos al suelo…
Porque una cocina no es bonita, amigos. Y lo sabéis. No es
vuestra madre pelando guisantes con cariño, o un calvo venezolano preparando
con sumo cariño una brunoise, como en la tele. La gente en las cocinas de
verdad saca las cosas de tupperwares trasparentes, echa las salsas desde esos
infames biberones que los de mi generación asociamos al kétchup y la mostaza de
feria y cuando emplatan algo, lo hacen con la prisa, desgana y poca gracia de
quien está trabajando, que es precisamente –oh, sorpresa- lo que están haciendo
los que cocinan en bares y restaurantes a los que usted acude como cliente.
Los llamados “gastrobares” están haciendo mucho daño,
digámoslo ya. Su sola existencia ha provocado cataclísmicos cambios en nuestra
forma de consumir el papeo. Ahí están si no para atestiguarlo los famosos
platos cuadrados o esos recurrentes debates en la radio local sevillana acerca
de la “muerte de la tapa”. A algún genio debió de ocurrírsele que, si ver a
cocineros orientales preparando un wok con energía o enrollando sushi mola (y
ha podido molar exclusivamente por lo exótico, no nos engañemos), lo mismo
molaría ver untar una tosta de paté. Pero no. Asistir a un flambeado mola,
amigos, pero ver cómo un bigardo que a lo mejor no lleva las manos todo lo
limpias que nos gustaría coge verde de un tupperware y nos la echa en un bol
para luego regarlo con un biberón de vinagreta, pues no me apetece contemplarlo
en directo a dos metros de mí, gracias.
Llamadme nazi (de hecho, lo hacéis a diario) pero este año
me ha llegado a ocurrir que fui a un restorán a comer en el trabajo, me pedí
salmorejo, uno de mis platos favoritos, imposible de hacer mal, y como estaba
sentado enfilado con la puerta (abierta) de la cocina pude ver cómo la
cocinera, con sus santos cojones, me llenaba el plato con un cucharón gigante ahondando
en una tarrina de dos litros de salmorejo prefabricado. 9 euros vale el menú del
día en ese sitio. Recientemente también, en un por otra parte excelente
gastrobar de Miciudad, de esos de platos cuadrados de pizarra, vi –por estar la
cocina al aire, detrás de la barra- cómo el cocinero recogía de la mesa unas
migas de tartar de salmón que se le habían caído en la mesa en el trasvase del
tupperware al plato cuadrado, y las ponía en el plato, oiga, con asaz desparpajo
(“Nadie me ha visto” –vous comprenez, salvo que tu cocina no tiene paredes,
chulo, parece que la ha diseñado Hillary, la decoradora del canal Divinity).
Y no es que uno sea un ingenuo y piense que en las cocinas
de los bares y restoranes reina la paz como en las canciones de los Payasos de
la Tele, ni que las gastrotapas las preparen los ángeles mientras los cocineros
levitan (como en un jodido cuadro de Murillo); veo el programa del Chef Chicote
(Respec’!) y me doy cuenta de cómo rula la cosa. Pero precisamente por eso,
amigos restauradores, gastrofamilia, es que me gusta la fantasía y la alegría
de que me traigan a la mesa o barra una cosita rica donde antes no había nada,
es parte del encanto, que se rompe si tengo que ver a vuestras cocineras con
zuecos de goma y el dedito amarillo de nicotina. Mantengamos la ilusión, no?
Será todo mucho más agradable: los Reyes Magos, el Ratoncito Pérez, la extra de
Navidad, las cocinas armoniosas y creativas: hay cosas que no existen pero da
calorcito creer en ellas. De modo que acabo este post sobre la cocina de los
locales como el clásico acababa su poema:
“¡Yo no quiero verla!”
7 comentarios:
yo nunca he ido a ningun show cooking de esos,pero creo que Chicote ha hecho mucha pupita con su programa,y ya me da agco cualquier cosita.habla una persona que,pese a sus principios,degustó "perro" en su viaje a China, con 2 cojones
Totalmente de acuerdo! Yo no comería croquetas en ningún sitio si viera el manoseo. Y los gastrobares, ay los gastrobares. Por mi parte, no entraré por norma donde tengan la carta a tiza en una pizarra. Migue.
Amén, querido Porerror. Asistir al proceso culinario es equivalente a estar bañandote en un precioso río rodeado de naturaleza y que te de por meter la mano y sacar un puñado del fondo.
TuCiudad está a punto de ver estallar la burbuja gastrobárica...
¿Me pone un gin tonic de quince euros?
¿Le pongo pepino caballero?
Me pone pepinísimo
No conozco a ningún cocinero gastrobárico que en el colegio tuviera dos luces, para dedicarse a otra cosa que no fuera la planchistería
(prosigo y formulo una queja desgañitada contra Cupertino por no poder editar comentarios bloguiles en sus aparatos, leñe)
a la planchistería o descubrir el Mediterráneo haciendo comidas. Show-cooking, show-system, show-Pollas. La vanguardia es ese invento de los siglos para hacer estraperlo del arte cuando no lo hay, y encima de garrafón. Estamos tan mal que la vanguardia se cuela en un plato de sopa. Hijos de la gran puta, ojalá que muráis a bolsazos de todas las abuelas del mundo que os ven como pervertidores de los bolsillos de sus hijos.
Iluminados, barrocos, y Peseteros.
jajajajajajajajajajajaja
Health inspector 2000
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