Vivencias polimórficas de un treintañero perplejo.

jueves, 22 de octubre de 2009

Flores de pupitre


Continúan las aventuras del buen Harvest:




Camino a su trabajo Harvest iba pensando, con la autosuficiencia de quien se sabe poeta o mejor que sus semejantes, o tal vez ambas cosas, “¿De qué coño me sirvió estudiar en la carrera a los Ingarden, Iser, Jauss?” Si existiera un aparato que lo midiese, habría podido comprobar que aquel instituto poseía exactamente el mismo nivel de poesía que una fábrica de radiadores.

Realmente, los minutos antes de que el reloj dé las ocho de la mañana pueden llegar a ser muy crueles. Harvest se acordó de unos versos que le rondaban por la cabeza y que decían: “Al despuntar la jornada aparecen/ los paquetes de inexperto tabaco/ en el colegio,/ cajetillas blancas junto a cajas blancas/ de edificios nuevos”. Franqueó la verja de entrada con su coche sucio, aparcó y se dirigió con menos diligencia de la que le hubiese gustado al aula donde le tocaba empezar a actuar.

“Contra pereza, diligencia”Harvest pensó en las siete virtudes cardinales, pensó en sí mismo, pensó en sus alumnos y le dio la risa. Lo que peor llevaba de ser profe era el gol que el gobierno les había colado hacía un par de décadas: los antiguos cursos correspondientes a 7º y 8º de EGB ahora se impartían en los institutos, bajo el nombre de 1º y 2º de ESO, respectivamente. Él nunca se había relacionado bien con los niños chicos (no sabía cómo tratarlos): lo suyo eran los adolescentes. A un adolescente tú le puedes poner la cara colorada (verbalmente solo, claro), o le puedes explicar que esa comida blanca se llama pan, y el liquidito rojo vino. Y santas pascuas.


¿Pero a un niño de doce años? Si conseguía que se sentasen ya lo consideraba un triunfo. Qué no hubiera dado durante sus años de docencia en 1º y 2º por poseer una especie de superglú para pegar a los niños al asiento! Entró en clase sorteando los exabruptos de costumbre, acaso aliviados por el hecho de la temprana hora, que amansa las fieras y adormila a los estudiantes. “Maestro, ¿puedo…?” ¡NO! “Y por enésima vez” –pensó sin decirlo, claro- “yo no soy maestro.

Pidió que se sentaran, y la visión de aquellos niños y niñas en sus pupitres le conmovió un poco. Eran como proyectos de hombres y mujeres a medio hacer (recordaba las palabras de su profe de 7º, cuando él tenía aquella edad: “Vosotros no sois hombres pequeños, sino proyectos de hombres”), eran muy chicos. La semana pasada Harvest se había llevado las manos a la cabeza al comprobar, mediante la recogida de una ficha de datos, que varios de sus alumnos de esa clase no habían cumplido aún los doce años!


Y sin embargo, por obra y gracia del sistema educativo, debían codearse con chavalas y chavales de hasta 18 años o más, que fumaban como carreteros, que fumaban petardos, que se pintaban como puertas, que se comían el boquino por los pasillos… Algunos de los niños y niñas de 1º no levantaban ni metro y medio del suelo, durante los recreos se perdían entre ese bosque de piernas curtidas a base de dar patadas a papeleras y correr en clase de Educación Física.

Y a pesar del pesimismo endémico de algunos profesores, Harvest no podía engañarse a sí mismo. Sabía que el curso de 1º en el que estaba, el de aquel año, era distinto. “Los niños de pueblo es que son más nobles” –le habían dicho. Más nobles no lo sabía; menos hijos de puta, desde luego. Aquella clase era lo que él nunca se había hasta entonces atrevido a decir sobre una clase: era linda. Con niños y niñas bonicos, presentables, no gritones (había dos o tres de juzgado de guardia pero, hey! –who’s counting?). Alumnos amables, ¿cariñosos? Era demasiado pronto para decirlo.

Harvest comprobó que, un día más, casi todos los de la clase traían hecha la tarea, y se peleaban por salir voluntarios a corregirla. Y sonrió por dentro, rebajando algunos grados su dosis matutina de cinismo. Entonces vio una estampa que capturó su imaginación y le hizo llamarme para contarme y que yo escribiera esto. Mientras él pasaba lista mentalmente, todas las demás cabecitas de la clase estaban giradas atendiendo a una alumna repetidora, de catorce años. Los niños la miraban con una mezcla de miedo y deseo, las niñas con mal disimulada envidia (las más espabiladas) o perplejidad (las otras).


Sin darle importancia al mundo, allí estaba sentada en su pupitre Chiquitina, la alumna fascinante para los demás, porque era un par de años más mayor. Porque hablaba a sus profesores con un descaro desconocido para ellos, que no tardarían en copiar. Porque pese a su edad y a ser las ocho y cuarto de la mañana llevaba encima más maquillaje que Cleopatra el día de la crecida del Padre Nilo. Porque en su cuaderno podían verse dibujadas hojas de marihuana verdes y arcanos mensajes en la parla de los canis (suprimo, surmano, sa_loka!!!!).

Porque cuando Harvest se acercaba a ella para ayudarla percibía un fuerte y desagradable olor a tabaco, y todos la oían toser como la fumadora que era, aunque ella lo negaba ofendidísima si algún profesor se lo preguntaba (los mismos que por las tardes se la encontraban fumando en el parque). Todo absolutamente impropio para su edad, pero a la vez era justo lo más propio. Los demás miraban, fascinados, calculando (“¿Podré saborear el tabaco en sus labios alguna vez?” “¿Podré ser tan mafiosa como ella alguna vez?”).

Entonces Harvest dio un par de palmadas con decisión, todos se sobresaltaron, y empezó la clase.

3 comentarios:

Teresa Rodríguez dijo...

Sol+buena música+mejor compañía=Feliz viaje de Cosica a Miciudad, nuestra ciudad.
Besos

Fran G. Matute dijo...

Qué gran personaje Chiquitina... quién no ha estado enamorado de ella en su clase de pequeñín???

Rukia dijo...

Yo me salía un poco del prototipo de alumna, según el test del facebook era una "empoyona de mierda", así que no se que opinar...

Gran entrada porerror, pero a la vez... me asusta un poco, me parece estar viendo mi futuro...

 
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