Vivencias polimórficas de un treintañero perplejo.

lunes, 30 de junio de 2008

Comprar discos por la portada


[Exterior. Noche] Pensad en el festival de Glastonbury, EL festival. Pensad en que el cabeza de cartel, el rapero Jay-Z aparece en el escenario con una guitarra y unas gafonas de sol y se arranca a cantar “Wonderwall” de Oasis. ¿Mentalizáis la escena? Pues dejadla ahí.

[Interior. Día] La otra tarde estuve en esa tienda de discos de mi ciudad donde a veces te quieren vender y a veces no, en plan Alta fidelidad (1994 el libro; 2000 la peli). Reconozco que la cosa no deja de tener su morbo, y el otro día tocaba que sí. Me fijé en que habían bajado los precios de los CDs de segunda mano, y ya se sabe, con los discos pasa como con los ligues de las discotecas. Lo que rechazas a las once a las cuatro te parece un bellezón; el CD que por 8 euros resultaría un robo es la gran ganga por 3. ¿Quién se priva?

Mirando mirando encontré una serie de disquitos que me hicieron gracia, todos tenían en común el ser guitarreros, de grupos de los años ochenta/noventa y costar 3 ó 4 euros. ¿Quién se priva? Mis acompañantes no dejaban de darme caña por mis frikadas: “¿Por qué no te compras este single de la sintonía de Heidi? ¿O este otro de Los Payasos de la Tele?” Yo ni caso, aunque claro está iba pensando por dentro “No me interesa, ya tengo los LPs en vinilo”.

Entresaqué de los montones cinco discos, cinco perlitas perdidas de muy poco valor pero que para mí lo tuvieron. Empiezo por The Rockfords (2000) de The Rockfords. Desconocía a este grupo americano, pero por el folleto descubrí que en él militaba Mike McCready, el guitarra de Pearl Jam. Luego estaba Fireproof (1994) de That Petrol Emotion, ese grupo norirlandés descendientes de los Undertones que hacían esa especie de rock-pop-psicodélico de baile tan en boga en las islas durante los primeros nineties.

Siguió el Hydrophonic (1994) de los Soup Dragons, escoceses que también confundían las nociones de “rock and roll” y “música de baile” con escandalosos resultados. Luego Construction for the Modern Idiot (1993) de The Wonder Stuff, otros que tal bailaron (y tocaron la guitarra), pero esta vez desde Inglaterra. Y del último confieso que me cautivó el título: ¿Sí o Sí, Qué? (1994) de los americanos White Trash, rockeros más duretes de los que por supuesto no había oído hablar en mi vida.


Hubo un tiempo en que solo con ver la portada de un disco se podía saber de qué estilo o subgénero era la música contenida en su interior. De hecho, recuerdo una conferencia en la universidad por un profe de Historia del Arte analizando portadas de jazz de los años 50 y 60. Pensad en las típicas portaditas estilosas de John Coltrane, Herbie Hancock, Duke Ellington y demás. Pensad en las portadas típicas del rock and roll añejo, del soul, del hip-hop, del power pop. Pensad en las portadas de los álbumes de sevillanas, coño.


[Exterior. Noche] Volvemos a la escena del comienzo: un rapero americano cantando el mayor éxito que consagró a un grupo de pop-rock inglés, sobre el mismo escenario que los hizo realmente grandes. Lo que a lo mejor no sabíais es que la semana pasada Noel Gallagher (líder de Oasis) había dicho que no le parecía bien que un artista de hip-hop fuese cabeza de cartel en Glastonbury. O que Jay-Z cantó “Wonderwall” en plan cachondeo, burlándose del rockero. Son las cositas de la postmodernidad. Desde que Frank Zappa se mofó de los Beatles y parodió el Sgt. Pepper’s… (1967) con la portada del We’re Only in It for the Money (1968), ya uno no se puede fiar de los estilos de los discos solo con ver los diseños de portada.

[Interior. Día] Aquella tarde en la tienda estaba de turno el dependiente adecuado con el estado de ánimo adecuado. Compré los cinco discos porque me llamó la atención su portada, sí, pero antes le pedí al tipo que me dejara escuchar la primera canción de cada uno para cerciorarme de lo que me estaba llevando.

domingo, 29 de junio de 2008

A de Auschwitz


Hojeo el volumen de la editorial Osprey titulado La invasión de Polonia: Blitzkrieg (2002) y me vienen a la mente todas las barbaridades de la II Guerra Mundial. Veo por encima el texto y las imágenes, y me saltan al ojo las fotos de Keitel, Halder, Von Bock, los mapas de Polonia invadida por el oeste y el este, fotos en blanco y negro de caballos, de Panzers I y II, de Stukas. Y entonces recuerdo las conversaciones de hace un par de días.

Tengo todavía frescas las viñetas de V de Vendetta, su representación del totalitarismo. Como bien dijo Rukia en un comentario, el cómic presenta todos los rasgos de un régimen típico de esas características, incluidos los campos de concentración (en el caso de V de Vendetta, el seminal “Campo de Reasentamiento de Larkhill”). Los campos de concentración –conviene recordarlo- son un invento inglés, se crearon a principios del siglo XX para la Guerra de los Boers en Sudáfrica. Tampoco vayamos a rasgarnos las vestiduras, ¿eh? Los ha habido en Estados Unidos, en la URSS, en Francia, en España… la lista es demasiado larga.

Pero claro, decir campos de concentración es decir por antonomasia, campos nazis. Y con razón. El otro día no sé por qué salió en una conversación entre compañeros de trabajo el tema de los campos nazis y en concreto de Auschwitz. Ya me acuerdo por qué, estábamos hablando de Polonia, lo bonito que era el país, lo puteados que estuvieron bajo el yugo comunista, lo fáciles y rubias que eran las polacas, lo rico y barato que resultaba su vodka… Se habló de Juan Pablo II y se habló de Varsovia, Cracovia, y cómo no, salió el tema de Auschwitz.

Ya se sabe que los gin-tonics ablandan un poquito el cerebro, y eso está bien, siempre que solo sea un poquito: lo justo para soltarnos la lengua y decirnos las verdades. Alguien saltó con “qué coñazo los judíos, cómo explotan lo del Holocausto”. Bueno, puedo estar hasta medio de acuerdo con la aseveración, entiendo que los judíos no. “Desde luego, no sé qué interés puede tener ir a visitar Auschwitz, solo puede ser fruto del morbo”. Ahí sí que no. Cuando estuve en Polonia fui a visitar el campo, y ahí salté como una hiena.

“¿Y por qué no vas a San Sebastián a ver la calle donde mataron a Gregorio Ordóñez?” Como ya he dicho, el gin-tonic reblandece las neuronas. Sinceramente creo que visitar un sitio como Auschwitz no es una cuestión de morbo, no pienso que nadie pueda sentirse atraído –en el sentido clásico- por algo tan horroroso. Y tampoco es una atracción turística: como bien dijo otro compañero que también había estado, llegar al campo no es fácil, y una vez allí aquello no es precisamente Disneylandia. Varios lectores de Estatuas Verdes estuvieron en Auschwitz conmigo, y ellos lo pueden corroborar.

Para mí ir a Auschwitz era un deber ineludible y uno de los objetivos principales de viajar a Polonia. Tampoco creo que debiera ser obligatorio ir a verlo –sí saber que existió y por qué. Pero no me parece que se pueda mirar para otro lado tan alegremente. A fin de cuentas, como dijo el clásico, “nada de lo que es humano me es ajeno”. Y como cosa histórica, como lugar sagrado, como santuario si queréis, tengo que decir que el campo de concentración de Auschwitz es lo más sobrecogedor que he visto en mi vida.


Ni las pirámides de Egipto, ni muchas otras cosas que he tenido la suerte de ver. Igual que nos ponemos orgullosos con las grandezas que enumera el anuncio de Endesa y volvemos a creer en la Humanidad (y a gastar más luz) conviene que de vez en cuando pensemos en Auschwitz o veamos la foto de un Stuka y nos horroricemos. Y poco más que decir.

viernes, 27 de junio de 2008

Typical Scottish


Esta noche soy testigo de la bizarría en grado superlativo. En la segunda cadena de TVE contemplo a un anciano calvo y espasmódico con la camisa mal abrochada y me quieren hacer creer que se trata de Neil Young actuando en el Rock In Rio (in Madrid). Neil, el mismo de Buffalo Springfield. El mismo que aparece en las portaditas de tantos discos que ahora duermen en mi cuarto. Pero no he venido a hablaros de eso.

He venido a preveniros contra un engendro de película que me ha sido dado contemplar esta noche en el cine, y me duele decir esto porque la idea de verla ha sido mía. Soy muy fan de las “comediotas”, que es como mi novia llama a las comedias malas estadounidenses. A mí me gustan todas. Casi siempre versan sobre tema institutero, tema universitario o tema de relaciones. Ha habido en este género gloriosos clásicos como la nunca bien ponderada Juegos de amor en la universidad (1985), El club de los cinco (1985) o Algo pasa con Mary (1998), por poner un ejemplo de cada subgénero.

Otro subgénero que me priva es el de las “pelis con boda”. ¿Cómo estaba ese El padre de la novia (1950, con Spencer Tracy: no la versión del subnormal Steve Martin)? ¿O aquella imborrable Alta sociedad (1956), con Frank Sinatra, Grace Kelly, Bing Crosby y Louis Armstrong? Luego vino la memorable no-boda de El graduado (1967), la de El Padrino II (1972), y ya modernamente Cuatro bodas y un funeral (1994), La boda de mi mejor amigo (1997), Very Bad Things (1998), American Pie 3: Menuda boda (2003) o Mi gran boda griega (2002). Muchas bodas no fallidas acabaron en pupita, como las de La recluta Benjamin (1980) o la de Y entonces llegó ella (2004).

Pero en mis años de devorador de comediotas o de pelis con boda no recuerdo una cosa tan espantosa como esta de La boda de mi novia (Made of Honor, 2008) que he visto esta noche. Protagonizada por el –me cuentan- médico guapete de Anatomía de Grey, la historia es simple. Un mujeriego empedernido, noctámbulo, crápula, adicto al Starbucks y todos los vicios, se vuelve loco por su mejor amiga al enterarse de que esta va a casarse con un escocés, y decide por todos los medios A) reventar la boda y B) (re)conquistarla (por ese orden).


Los fieles lectores de Estatuas Verdes sabéis que nunca escribo de una peli, un libro o un disco para hablar mal de ellos. Si algún producto cultural me parece malo simplemente lo ignoro. Pero he decidido traer este filme o lo que sea aquí esta noche no por sus dudosas cualidades cinematográficas sino por su bochornoso uso de un recurso cómico que aborrezco: el topicazo. ¿Os acordáis de Manolito Royo en el Un, Dos, Tres imitando personajes con acentos regionales andaluz, catalán, gallego…? Pues a eso me refiero. Estas cosas siempre me han dado vergüenza ajena.

Os confesaré que siempre que en la misma habitación coincidimos un mejicano/argentino, otra persona y yo tiemblo de estrés temiendo que en algún momento salte el otro con alguna gracia tipo “che, pibe”, “ándele, manito” o así. No puedo, no puedo, no puedo. Todavía tengo pesadillas por las noches con esas revistas de Telecinco producidas por José Luis Moreno en las que indefectiblemente aparecía un personaje vestido de escocés, con su kilt, su bigote naranja y su gaita, confundiendo “pollo” con “polla” y diciendo inconveniencias mil.

Pues eso, amigos, es lo que ocurre en La boda de mi novia. Para empezar, a algún genio del doblaje se le ocurrió que ya que el novio de la novia es escocés, él y toda su familia (que en la V.O. hablan con acento escocés por oposición al neoyorquino de los demás protas) en la versión española debían hablar koun un aksenchou kei nou deihara dudas dei kei eiran dei Eiscousia. Algo así como le hicieron a la pobrecica Audrey Tautou con el acento franchute en El Código Da Vinci (2006). Y de ahí para arriba.

El resto, una sucesión de tópicos escoceses en la que no he echado ninguno en falta: el monstruo del Lago Ness, confundir Escocia con Inglaterra, decir que comen intestinos de oveja, el whisky, los castillos, las gaitas, los juegos de las Highlands, Robert Burns, el gaélico escocés, las falditas masculinas sin nada debajo, la canción “Scotland the Brave”, el tartán, las palabras “bonny lass” (chica guapa), “aye” () y “bairn” (niño), los apellidos que comienzan por Mc… Ahora que lo pienso no han hecho mención a la proverbial tacañería escocesa. Por el contrario, el joven escocés es rico y pertenece a la nobleza igual que todos los británicos: algo que ya nos enseñaron pelis como Rafi, un rey de peso (1991) o Garfield 2 (2006).

Estáis avisados.

jueves, 26 de junio de 2008

V de Vendetta


Hace más de dos años me encontraba en Bruselas con el amigo Kike (Radio Alma) y una noche decidimos ir al cine. “Vayamos a ver V de Vendetta, y fuimos. “¿De qué va?” No teníamos ni idea, pero había dos cosas seguras: era en inglés y salía Natalie Portman. La peli nos encantó, recuerdo que yo salí del cine muy tocado, es de esas cosas que te deja pensativo y dándole vueltas a lo que has visto durante horas (días, semanas…). Pasó el tiempo y no la he vuelto a ver, sin parecerme obra maestra ni siquiera una “gran peli”, recuerdo V de Vendetta (2006) con muchísimo respeto, como mínimo porque está hecha para entretener y hacer pensar, el binomio clave de Estatuas Verdes.

Luego me enteré de que estaba adaptada de un cómic “serio” (algo muy en boga ahora: Sin City, 300, etc) y la verdad es que me daba miedito leerlo por varias razones. Primero porque soy muy esnob y me resistía a leer una traduccionzurria de medio pelo. Segundo porque guardaba tan buen recuerdo de la peli que no quería mancillarlo con otra versión de la historia (paradójicamente, la original). Y tercero porque para mí leer cómics modernos supone un esfuerzo comparable a leer una novela en un idioma que desconozco, nunca me entero de nada.

La semana pasada, el buen Grillo Solitario, ávido lector de cómics y fan de Alan Moore me prestó por fin el libro que recopila toda la historia de V de Vendetta (1982-88). Tengo que decir que el tebeo me ha encantado, aunque por perpetuar un debate estéril, la película me causó muchísima más impresión. Conocéis la historia, ¿no?, es simple. Por intentar resumir: en unos años 90 paralelos, el mundo ha sufrido una Tercera Guerra Mundial nuclear, y en Gran Bretaña se ha establecido un siniestro poder totalitario de corte fascista (ultranacionalismo, racismo, culto al líder, estado policial). En este contexto aparece “V”, un anarquista revolucionario disfrazado de Guy Fawkes (el nota que en siglo XVII trató fallidamente de volar el Parlamento inglés, efeméride que se conmemora todos los 5 de noviembre).

El cómic es obra del guionista Alan Moore (el mismo de La Liga de los Caballeros Extraordinarios, Watchmen o Desde el infierno) y del dibujante David Lloyd. Los dibujos de Lloyd no me han gustado un pelo. El colorido es impactante: muchos contrastes expresionistas, muchos tonos pastel pensados para dar miedito… pero el dibujo para mí ha sido el constante punto débil de lo que por otra parte es una monumental novela gráfica. Trataré de explicarme. Este Lloyd solo sabe pintar tres personajes: hombre delgado, hombre gordo y mujer. Todo lo demás son variaciones sobre el mismo tema y la poca consistencia de las facciones de los personajes entre unas viñetas y otras hacía que su reconocimiento fuera a veces difícil, lo que resultaba irritante.


¿Este es Creedy o Ally? ¿Almond no había muerto? ¿Evey es una niña de 16 años o un anciana de 85?, es el tipo de preguntas que uno no debería nunca tener que hacerse mientras lee un cómic pero que yo no podía apartar de mi cabeza. Salvando este no pequeño detalle, el guión de V de Vendetta me ha parecido bastante bueno. La abundancia de subtramas y personajes secundarios (que la peli simplifica, lo que acaba agradeciéndose) entiendo que está pensada para dotar de credibilidad al fresco de una apocalíptica Inglaterra rendida al fascismo y sus posibles consecuencias. Sin embargo, la idea principal del cómic (libertad individual, elogio de la Cultura y el librepensamiento…) se podía haber llevado a término de un modo menos errático, supongo que ese será el precio de una saga que duró tantos años y tuvo, por fuerza, que dar muchos bandazos.

Sobre la traducción, mejor me callo (confundir “celda” con “célula” –cell- o “visitar” con “llamar” –call-). Cierto es que a veces es un poco mamarrachera pero también que en otros momentos soluciona con brillantez difíciles papeletas como la de tener que mantener la gracia de que todos los capítulos comiencen por la letra “v” (por cierto, amigos traductores: valedicción no es una palabra en español).


Entonces, ¿qué le ha gustado a Porerror de V de Vendetta? Pues casi todo. El poderoso personaje de V, tan atractivo pese a ser un sinvergüenza. El personaje de Evey, que sufre una verdadera transformación. Toda la premisa de una Inglaterra nazi (mmmmmm…), el mundo feliz mitad Orwell mitad Huxley mitad Batman. Las constantes referencias culturales, lo mismo a Shakespeare que a Orson Welles que a Cole Porter o los Rolling Stones. El hecho de que sea un cómic pensado, según sus autores, “para gente que no apaga las noticias”. Por eso no voy a criticar aquí su calado pseudofilosófico o su flojito componente político. A fin de cuentas es un cómic, no se le puede acusar de ingenuo porque todavía hay que dar gracias de que un tebeíto trate estos temas.

miércoles, 25 de junio de 2008

De crímenes y simulacros


En un relativamente corto plazo de tiempo veo en DVD dos películas antiguas dispares pero comparables. Me refiero a Cómo robar un millón (1966: de William Wyler, con Audrey Hepburn y Peter O’ Toole) y La huella (1972: de Joseph L. Mankiewicz, con Laurence Olivier y Michael Caine). Dos peliculones, amigos, de ese cine del que ya no se hace. No es esto un lamento de repertorio sino una constatación objetiva: películas así ya no se hacen, en primer lugar porque seguramente ya no tendrían éxito.

Como he dicho arriba estas dos películas son diferentes pero tienen muchos términos de comparación, y por eso las traigo aquí juntas. La idea para el post se me ha ocurrido reflexionando sobre el concepto de simulacro presente en ambos filmes, pero tal vez debiera dar una pincelada sobre sus respectivas tramas, caso de que algún incauto no las haya visto (como yo hasta hoy mismo, vaya).

Cómo ganar un millón es la típica comedia llamativa de los sesenta. Actores famosos y atractivos, un guión a ratos tonto y a ratos gracioso (incluyendo diálogos amorosos absolutamente im-po-si-bles), vestuario de ensueño, glamour, cochazos… Al pertenecer al subgénero de “robos de guante blanco”, debe haber también ladrones encantadores, aristócratas, policías tontacos e impresionantes medidas de seguridad que por supuesto son facilísimas de burlar en el momento clave. La historia es simple: un famoso falsificador que pasa por coleccionista de obras de arte (en realidad las confecciona él) urde un plan para autorrobarse una pieza de las suyas antes de que sea expuesta como falsa por un perito de seguros.

En realidad el plan lo urde su hija (enter Miss Hepburn) y le encarga el robo al refinado Peter O’ Toole, quien en esta película tiene aproximadamente la misma credibilidad como ladrón que tenía David Niven en La Pantera Rosa (1963). Al final, nada es lo que parece: del engaño pasamos al delito y de este al engaño, con resultados románticos. El esquema de La huella podría antojarse parejo, pero en realidad se trata de un twist más siniestro. Si Cómo robar un millón es lineal (con varias paradas), La huella se convierte en un asunto más enrevesado, acaso espiral.


En La huella partimos de un casus belli romántico para urdir un delito que luego resulta ser un engaño que luego resulta ser un delito que luego resulta ser un engaño, que luego resulta… y así continúa el patrón entre delito y engaño, hasta llegar a un final que obviamente no voy a revelar. La historia es simple: un aristócrata y novelista detectivesco (aficionado a los juegos y a las comeduras de olla) invita al amante de su esposa para proponerle un robo del que supuestamente ambos sacarán provecho. Al tratarse de una adaptación de una obra de teatro, la película se sostiene íntegramente sobre los dos personajes principales, aquí sí que la peli son Michael Caine (el cockney, el gañán de stock italiano) y Laurence Olivier (el perverso gentleman de pura raza anglosajona).

Con ser pelis de una cierta época (últimos años 60 y primeros 70), las dos tratan –cada una a su modo- de transgredir un poquito lo que se estilaba por aquel entonces. Cómo robar un millón presenta exteriores reales filmados en Paris, lo cual es muy de agradecer. No se trata de la nouvelle vague, pero tampoco es ya una peli de Hitchcock, si sabéis a lo que me refiero. Tampoco la pareja protagonista va más allá de castos besos, pero he querido ver en esta historia ciertos puntitos de riesgo que me han molado: niña pija irremisiblemente atraída por un canalla (y el padre no dice nada), Audrey Hepburn en deshabillé, la idea de que a lo mejor el crimen sí compensa…

La huella es más oscura, más sucia, más violenta. Desde el lenguaje hasta las situaciones planteadas, pasando por los movimientos de la cámara. Tras su crudeza se oculta una excelente crítica social para quien la quiera ver. Hay un subtexto aquí de lucha de clases, explicitado en los parlamentos sobre todo de Michael Caine. Cómo robar un millón también puede ser analizada en plan marxista, pero en ningún momento cuestiona el orden establecido. La huella además presenta un cuadro de moral sexual mucho más franco: adulterio, impotencia, perversiones sugeridas… Sin embargo, no nos engañemos; el guión, con todos sus trucos y giros inesperados, resulta de una construcción tan mecánica que al final acaba pareciendo hasta naïf.

Al final, lo que más me ha llamado la atención de estas dos películas es el hecho de que sean pelis sobre delitos, robos, falsificaciones, asesinatos… pero que tengan el tema común del engaño mediante el simulacro. En ninguna de las dos películas nada es lo que parece hasta el final, y el simulacro aparece como leit-motif, sea en los Van Goghs falsos que pinta el padre de Audrey Hepburn, en los siniestros autómatas que atesora Laurence Olivier, en los disfraces que se ponen la Hepburn y Michael Caine para cometer un delito, en las identidades supuestas, en las medias verdades, en las representaciones teatrales.


En la era postmoderna, nos recuerda Jean Baudrillard (1929-2007), el simulacro precede a la realidad (Cultura y simulacro, 1978). En otras palabras, no hay diferencia entre el mapa y el territorio. En el caso de Cómo robar un millón y La huella tenemos dos excelentes ejemplos de esto, con crímenes que en realidad no lo son, o que si lo llegan a ser es solo por el hecho de que se han planificado como tales. Precisamente, el mismo Baudrillard tiene otro libro (El crimen perfecto, 1996) en el que dice que si no fuera por las apariencias, el mundo (la realidad) sería un crimen perfecto. Interesante, ¿eh? ¡Corred a alquilarlas!

martes, 24 de junio de 2008

Fin de un ciclo


¿Nos ponemos tristes? Se acaba un ciclo en mi vida laboral, dentro de muy poco me trasladan. Han sido dos años muy buenísimos en mi actual puesto de trabajo, cerca de mi casa, buen ambiente, buenos compañeros. La verdad es que los compis de trabajo han sido lo mejor del curro, entre una cosa y otra he conocido a mucha gente interesante de la que he aprendido un montón. Y además me llevo amigos.

Después de las vacaciones tendré que enfrentarme a un nuevo sitio: nuevo centro de trabajo, nueva localidad, nueva casa, nuevos compis, nuevos jefes… Como se puede suponer, la cosa no me hace la más mínima ilusión, máxime cuando –como he contado- ahora estoy tan bien donde estoy. Pero llevo varias semanas tratando de decirme que tampoco es el fin del mundo, y la verdad es que no lo es.

No es el fin del mundo, solo es que hoy mismo, tras mi intenso periodo de preparación mental, me he visto recorriendo los tan familiares pasillos y despachos por (casi) última vez. Son los últimos informes, las últimas fotocopias, los últimos cafés a media mañana, los últimos disgustos y también las ultimitas alegrías.

Uno de los aspectos que menos me molan del cambio es dejar atrás mi ambiente de trabajo. Los compañeros, que tantos buenos ratos me han hecho pasar, se quedan atrás o se van también a otros lugares. Los dos últimos años han sido muy especiales para mí en lo personal, los que me conocen lo saben, y ellos han sido (muchas veces sin saberlo) un gran apoyo en las horas altas y las bajas.

Lo peor sin duda será la separación de los seres queridos: mi novia, mi familia, la cercanía de algunos amigos… y luego el tema de abandonar mi ciudad (personaje de tantos posts) y tener que empezar en un sitio nuevo. Al menos no está tan lejos, el sitio al que me han mandado, podré venir de vez en cuando.

Lo mejor, la posibilidad de cambiar de aires, de reinventarme un poquito (que ya me va haciendo falta), de dejar la antigua casa llena de fantasmas, y quién sabe, lo mismo el nuevo puesto me ofrece mejores oportunidades de crecer laboralmente. No tiene por qué ser todo negativo, ya lo he dicho. El futuro traerá nuevas estatuas, esperemos que verdes, y, aunque provengan de un pueblecito más pequeño, esperemos que también se encuentren sobre el techo de Notre Dame.

lunes, 23 de junio de 2008

Supersticiones absurdas


“Hoy se ha roto un maleficio”. ¡Cómo lo ha clavado esta noche su majestad el Rey, eh? “El vestuario está lleno de emoción y de una honda satisfacción... brbrbr…”, como bien ha dicho un amigo, si no le quita el micrófono el reportero de Cuatro, el hombre empalma directamente con un discurso de Navidad.

Sí, amigos, estoy hablando del partido. Esta tarde he sido abducido por un grupo de aliens y me he visto obligado, en contra de mis principios, a ver el España-Italia. Por simpatía con mis co-televidentes, se me ha puesto el corazón a 200 pulsaciones por minuto, y mucho me temo que era yo el que permanecía más tranquilo. Gracias a Dios nadie ha roto ningún mueble, lo cual ya es de agradecer en el llamado Deporte Rey. No veáis los gritazos que daban las personas con las que he visto el partido…

Yo, que por motivo de no excitarme en el trabajo llevo cuatro años tomando exclusivamente descafeinado, esta tarde me he jincado una taza de un cuarto de litro de café-café, con resultado de excitación y clasificación de la Selección Española para la semifinal de la Eurocopa. ¿Será por el apoyo moral que sin duda nos está dando el noble pueblo británico? Pienso que todo ha sido una conjura, una especie de ejercicio de justicia poética por haberme atrevido a planear este verano unas vacaciones en Italia.

Como castigo, he sido obligado a ver el partido, y aunque ha habido momentos en que me he quedado un poquitín dormido (no se lo digáis a nadie), no ha sido nada que un buen grito al oído –fruto de un contragolpe de Italia- no haya podido subsanar. Ahora iré a Italia mucho más contento, sabedor de que le hemos ganado a la supuestamente mejor selección del mundo. ¿Queda así vengado el codazo de Tassotti a Luis Enrique? No lo sé, pero como me ha dicho un colega al acabar el partido, “Espero que esto te haya demostrado que el fútbol puede ser divertido”. “Sí, sí”, le he contestado yo para no partirle el corazón. Para un partido que veo y tiene que durar más de dos horas…

Lo mejor del partido para mí ha sido la compañía, la pizza, la Coca-Cola, la cerveza, las patatas al ajo (…cojones, ¡parezco uno de esos que van pregonando por la playa!). Comparar a Luis Aragonés con su cochambroso chándal frente a un Donadoni (¡qué sorpresa me he llevado al ver que ya no juega!) embutido en un impecable traje italiano, con su escudito y todo. También hemos comentado los emolumentos que percibe Manolo “El del bombo” por ir a Austria a hacer el payaso (¿sabíais que lo que la Cruzcampo le ha pagado es el presupuesto de un año para un instituto público de secundaria en mi región?).

Todos los presentes estábamos convencidísimos de la inevitable derrota de España anoche. Todos menos uno, que tan seguro estaba que se apostó 20 euros consigo mismo a que ganábamos por dos goles, y al final ha sido así. Tan convencido estaba el nota que a la mitad del partido subió la apuesta a 30 € (desde que el alcalde Adam West se casó con su propia mano en un episodio de Padre de Familia no veía nada igual).


Sin duda, lo más comentado de la noche ha sido la actitud del Rey durante todo el partido (o eso, o yo no estaba prestando atención al desarrollo del juego), sus gestos de crispación, sus miradas asesinas a Michel Platini (¡coño, otro que ya no juega!) El Rey ha vibrado esta noche como un español más, con ese pellizco que ha hecho que (casi) nadie de los que estábamos viendo el partido disfrutase de la cena. Habíamos pedido una pizza, y ha tardado bastante poco en llegar, dadas las circunstancias de partido de España, y demás. Como la noche iba de apuestas absurdas y de supersticiones (ochenta y ocho años sin ganar, etc…), alguien muy lúcido recuerdo que comentó: “Si la pizza llega antes de que termine el segundo tiempo, pasaremos, si no, seremos eliminados”. ¿Qué fuerza cósmica, qué Demiurgo, qué dios detrás del dios (que diría Borges) podría oponerse a tan acientífica y aplastante lógica?

Hoy se ha roto un maleficio, bueno no, dos. España ha pasado a semifinales y yo he visto íntegro un partido de fútbol. Pero lo que usted no sabía, majestad, y por eso yo estaba tan tranquilísimo para pasmo de mis acompañantes, es que la pizza nos la entregaron en el minuto 89.

jueves, 19 de junio de 2008

Vacío de poder en el pop español


S.O.S. La situación es grave, amigos. Vacío de poder en el pop comercial español. ¿Caos? ¿Apocalipsis? A los hechos me remito. En el último mes nos hemos desayunado con dos (¿terribles? ¿bizarras?) noticias musicales. 1) Leire Martínez, concursante que fue de Factor X, será la nueva cantante de La Oreja de Van Gogh, ya que Amaia Montero abandonó el grupo el año pasado. 2) Lydia, representante de España que fue en Eurovisión, será la nueva vocalista de Presuntos Implicados, puesto que Soledad Giménez dejó el grupo en el 2006.

Amaia Montero, Sole Giménez, casi nadie, ¿sabéis? Más allá de gustos personales (a mí me molan las dos como cantantes) es innegable que son dos de las voces de más éxito comercial y más reconocibles de todo el panorama musical español. Y Leire… canta muy bien, pero ni siquiera ganó Factor X (casi mejor, ahora que lo pienso). En cuanto a Lydia… fue a Eurovisión en 1999 (en Jerusalén, el año antes había ganado Dana Internacional, sabéis de lo que hablo, ¿no?), quedó la última (con un solo punto, que nos dio Croacia). Y eso, a pesar de lucir un preciosísimo modelito de Ágatha Ruiz De la Prada.

Estas nuevas vocalistas llamémoslas sustitutas tienen ante sí una ardua tarea. Ojo, no tiene por qué irles mal, ¿eh? Mirad lo que pasó cuando Marta Sánchez sustituyó a Vicky Larraz en Olé Olé. Mirad a dónde ha llegado Marta: musa de las Fuerzas Armadas en la Guerra del Golfo, musa (contestada) del orgullo gayer, megafan de Kylie Minogue… últimamente creo que sale en un anuncio de Ono o de Telefónica.


Pero hay más señales preocupantes. La de Amaral se ha tatuado un horrendoso dragón gigante en la espalda (¿solo para promocionar un disco?)… esperemos que solo sea una calcomanía. Los de El Canto del loco ahora resulta que van de maduros. Mientras tanto, los últimos trabajos de Deluxe, Sidonie o Iván Ferreiro están cogiendo polvo en las estanterías de las tiendas disqueras. A Calamaro se le ha ido la olla, como en su día se le fue al líder del (pen)último grupo Guadiana español: me refiero a Bunbury, el de Héroes del silencio.

Ahora resulta que vuelven Tequila, la banda de mi adorado Ariel Rot y de un tal Alejo Stivel. ¿Cómo son Tequila en su nueva andadura? Os lo diré esta noche cuando los vea en su aparición estelar en Buenafuente. Mientras tanto, otras viejas glorias resucitan por doquier, con desigual fortuna. Dignísimo el retorno de Hombres G, aunque ya se les ha acabado el gas. La Guardia también andan por ahí de vuelta, y desde aquí vaticino que Gabinete Caligari están al caer.

Anoche mismo asistimos en Muchachada Nui al desenmascaramiento (una vez) más de la añoranza borrosa de la Movida. La parodia de Alaska y Fangoria nos confrontó con toda la estupidez y el esnobismo que aquejan al pop español en los últimos quince años. Y como toda buena sátira, deforma para hacer reír, pero no tanto que el objeto de la crítica no sea reconocible.



¿Estaremos asistiendo en España a una crisis musical comparable a la que hubo en USA a finales de los cincuenta cuando Elvis se fue al ejército, Little Richard a la iglesia, Chuck Berry a la cárcel y Jerry Lee Lewis cayó en desgracia por casarse con su prima menor de edad? Menos mal que por lo menos en España siguen quedando grupos que hacen cosas interesantes, como los anteriormente mencionados o Lori Meyers, a los que he visto esta tarde en acústico y me han vuelto a dejar flipado.

miércoles, 18 de junio de 2008

Maestros del despiste

“Respondió el sagacísimo ciego: –¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas”.
(Lazarillo de Tormes)

Todos los conocemos, en algún momento de nuestra vida laboral nos hemos topado con ellos. Hay gente que tiene un don especial para eludir su trabajo o su responsabilidad, eso que castizamente denominamos “escaqueo”. Yo será que soy tonto, o que me pesa demasiado la educación católica (de la que no reniego) pero día a día y a medida que voy acumulando experiencia laboral, no ceso de sorprenderme por las elevadas cotas a las que estos auténticos maestros llevan el noble arte del escaqueo.

No es que vaya yo ahora a dármelas de supertrabajador, ¿eh?, que me vaya a poner ahora en huelga a la japonesa ni nada por el estilo. Pero es que durante los últimos días he tenido la suerte de aprender de un par de grandes de verdad, y ver cómo actúan.

Aprender el escaqueo requiere un tiempo y un esfuerzo, una cosita bien hecha tampoco se puede improvisar. El germen de este fenómeno lo hallamos en los trabajos escolares en grupo, lacra que aún se perpetúa en el sistema educativo español desde los primeros cursos hasta la época universitaria del doctorado. Todavía estoy a la espera de que me demuestren que alguien alguna vez ha aprendido algo realizando un trabajo en grupo, y no me refiero a lo que se haya uno leído individualmente. Trabajo en grupo = uno trabaja y el resto (n-1) ya si eso. Excepcionalmente trabajan dos, tocan dos empollones juntos, y entonces ya sí que los demás no dan ni medio palote al agua.

Esto está aceptado, el arte radica en hacerlo sin que se note, o mejor aún, pareciendo que se está uno inflando de trabajar. En estos casos son imprescindibles dos cosas: resoplar y despotricar. Ya en el mundo laboral, ambas técnicas son perfectamente extrapolables. Llega uno, con aspecto de controlar el tema (dato clave), pega un par de capotazos (otro término clave en estos casos) y se lanza a despotricar. Contra el tráfico (imprescindible si se llega tarde), contra los jefes, contra el gobierno (tanto si se trabaja en el sector público como si no). Ya quejarse supone un gran esfuerzo, y predispone a los demás a pensar que una persona que tanto se queja es porque piensa mucho y está muy desvelada, ergo no puede estar escaqueándose.

Yo haría aquí una clasificación, pero no por rangos. Me explico, en esto del escaqueo es verdad que hay clases, pero para que sea puntuable para el campeonato del mundo es preciso que el escaqueo se realice entre iguales. Que el jefe se tangue no cuenta, eso ya se da por descontado. Que uno que puede más haga pringar a los pringados no computa como despiste. Lo bonito es clavársela a tus compañeros, los de tu mismo rango o nivel. Y que no lo parezca, insisto. Mis absolutos ídolos son los que no hacen nada y nadie parece darse cuenta.

Pero la discreción no es condición imprescindible para el escaqueo, los hay exhibicionistas, o gente que ama el peligro, y todavía van un paso más allá. No solo no doblan los riñones, sino que encima no paran de ponerse medallas, que si son los más sacrificados, los más esforzados… ¡la de Dios! Haylos que incluso se permiten –en el colmo del cinismo- afearle la conducta a sus compis, hay que ver que soy yo aquí el único que trabaja, etc, etc, etc. Esto último no mola, el escaqueo ha de ser gracioso, nunca maledicente.

Decía antes que hay categorías: yo establecería dos. El solitario y el cómplice. Los primeros hacen lo suyo (tangarse) a título personal y no dan cuentas a nadie. Son grandes conversadores y prestidigitadores, se escaquean ellos solitos y cuando te quieres dar cuenta ya no están o ya han eludido su parte del trabajo. Luego están los cómplices, que intentan liarte por todos los medios en sus tejemanejes de escaqueo. ¿Será para sentirse menos culpables? Lo dudo, pienso que, haciéndote complices, están comprando tu silencio y tu aquiescencia.

Ya hemos hablado de controlar el tema, dar capotazos y ponerse medallas. También es importante manejar los tiempos. “Un minuto” puede convertirse en 20, en un momento dado, en la elástica mente de estos artistas (ni Einstein, oiga). “Diez minutos” pueden significar la hora entera. Otro clásico es lo de ir al servicio, pero o sufren de próstata y de diarrea (a la vez) o se están escaqueando. Ídem con las “llamaditas” telefónicas. No entro en el “cigarrito”, y el “cafelito” directamente ya daría para un post en sí mismo.

Iba a contar varias anécdotas en este post pero me voy a privar, porque está feo. Esto lo lee mucha gente y los protagonistas de lo que iba a contar son peña fácilmente identificables. Pero tranquilos, seguro que cada cual tendrá en mente uno o dos nombres propios de su esfera estudiantil o laboral. Son los maestros del despiste, los artistas del escaqueo. Ojalá que vayan un minuto por un cafelito… y se les atragante.

martes, 17 de junio de 2008

Dylan (II): ... y la amistad


“He's so unhip that when you say Dylan, he thinks you're talking about Dylan Thomas, whoever he was”.
(Simon & Garfunkel)


Dylan, Dylan, Dylan. Algunos viejos lectores de Estatuas Verdes recordarán esta anécdota.

Señor G: -Porerror, tengo una consulta técnica para ti.
Porerror: -¿Sí?
Señor G: -¿Tú crees que yo me podría matricular en Filología Inglesa de 2º directamente?
Porerror: -¿Y eso?
Señor G: -Hombre, porque yo he traducido todas las canciones de los Beatles y casi todas las de Bob Dylan… ¡alguna asignatura me tendrán que convalidar!
Porerror: -¿…?

Si en el post de ayer hacíamos hincapié en los poderes ensimismatorios de Bob Dylan hoy vamos a hablar de lo contrario: Dylan y la exaltación de la amistad. Han sido las entusiastas recomendaciones de varios amigos las que han acabado por convencerme de que fuera al concierto de Bob el próximo julio. Tengo colegas que lo han visto cinco veces y se les hace la boca agua habando de él. Tengo un amigo inglés que en el año 2000 se paseaba con una camiseta de Dylan, recuerdo que la última canción que escuché el último día de mi periodo Erasmus en Gran Bretaña fue “Don’t Think Twice, It’s Alright”.

La música de Dylan une, esto es un hecho. Aunque sea para meterme con el Grillo y refutar sus heréticas declaraciones de ayer sobre la calidad de sus textos. Madre mía, cuántas veces no habré cantado temas de Dylan en fiestas, reuniones de amigos, cenas y jolgorios en general. La última vez, hará un par de semanas en una cena con compañeros de trabajo se cantó “Knockin’ On Heaven’s Door”, “Blowin’ In the Wind” y uno de los más serios se arrancó por “Mr. Tambourine Man” para sorpresa de la concurrencia.

El sábado pasado, en casa de un amigo tuvimos una sesión de análisis literario de letras de Dylan: mi colega nos explicó “Boots of Spanish Leather”. Él y su hermano cantaron también “The Lonesome Death of Hattie Carroll”… y no era la primera vez que nos deleitaban con sus gorgoritos dylanescos (¡se las saben todas!). De hecho, el hermano de mi amigo (colega mío también) es muy de que vayas a su casa y te plante un vídeo de “Joker Man”, “Forever Young” o “I Shall Be Released” en pantalla gigante, lo cual siempre se agradece.


Comparar letras de Dylan, ir exprimiendo su significado oculto (algunas veces más que otras) con la sensación idiota de que nunca las acabas de entender del todo, de que nunca se crackea el misterio. La música de Dylan une. Ya ayer hablé del poder comunitario de “Knockin’ On Heaven’s Door” a la guitarra en bodas, bautizos y botellones. Aquellas sesiones místicas del Pet Sounds las hicimos también con el Astral Weeks (1968) de Van Morrison, y las intentamos con el Highway 61 Revisited (1965) de Dylan, pero fue un fracaso. Imposible quedarse en silencio mientras se escucha “Like a Rolling Stone”, siempre había alguno que se arrancaba a cantar y enseguida se le unían los otros. Dylan une.

Si, por ejemplo, te presentan a alguien en una reunión social y no sabes de qué tema hablar pregúntale si le gusta Bob Dylan y si es que sí ya tenéis tema de por vida: que si a ver por qué no le han dado el Premio Nobel, que si está fatal de salud, que si es mejor su etapa eléctrica que la acústica, que si fue novio de Joan Baez, que si han hecho una peli ahora sobre él [I’m Not There, 2007, de Todd Haynes: la estamos esperando], que si es un poeta… Y si no, siempre podéis poneros a rememorar la letra de “Blowin’ In the Wind”, que seguro que no os la sabéis (de verdad) entera.

Que si fue judío, que si se hizo cristiano y cantó ante el Papa, que si se ahora se ha hecho judío otra vez… Es curioso que un tipo tan arisco y con tanta fama de cabroncete dé lugar a tantas amistades. Ayer anduve escuchando su concierto en el Philarmonic Hall de 1964 (editado en 2004 como The Bootleg Series, Vol.6) y me di cuenta de que entre canción y canción Bob Dylan rivalizaba con los discos de stand-up comedy de Woody Allen que tengo de la misma época. Debió de tomarse algo, porque el nota esa noche estuvo sembrado. Festivales del humor aparte, Dylan nunca se ha caracterizado por su simpatía, ni falta que le ha hecho.


Hará un par de años gané la banda sonora de No Direction Home (2005) en un concurso del dominical de El País (había que acertar el nombre de qué poeta galés, etc, etc…), supongo que la justicia poética quiere ahora que le devuelva a Dylan el precio del disco por duplicado en forma de su entrada del concierto. El post de ayer me salió un poco enciclopédico (seguro que le hubiese encantado a Señor G), así que en el de hoy he querido guiarme solo por recuerdos e impresiones. Aquel EP de vinilo que mencioné, siempre presente en casa… las entradas del concierto… un colega grabándome versiones de Dylan por grupos raros en cintas de 90… Si Bob me defrauda (aunque él es muy discreto, como dijo Calamaro), siempre me quedarán los amigos.

lunes, 16 de junio de 2008

Dylan (I): Entre el solipsismo...


Dylan, Dylan, Dylan. ¡Madre mía! Cantautor meteorológico, ningún otro artista le ha prestado tanta atención en sus letras a las inundaciones (Before the Flood, “Down In the Flood”, “The Times They Are A-Changin’”), la lluvia (“Buckets of Rain”, “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”), el viento (“Blowin’ In the Wind”, “Idiot Wind”), los huracanes (“Hurricane”) y demás. Todo esto, que viene muy bien en épocas de cambio climaticlo y Expo de Zaragoza, nos sirve además como un soplo de aire fresco ahora que empieza la canícula. Meteorológico, sí, por lo natural, por lo que el tiempo afecta a las personas.

A Dylan nos lo trae el verano a España, y yo ya tengo mi entradita comprada para ir a verlo. Bendita sea la jubilación que le estamos sufragando los fans, porque la entrada me ha salido por más de 50 pavos. Pero concierto a la vista, en el mes de julio, nos remite forzosamente a una revisión del catálogo del artista. Y no es que haya hecho falta que me obliguen, ¿eh? Curiosamente ya venía teniendo un año bastante dylaniano muchísimo antes de pensar siquiera en ir a verlo en concierto.

Vengo escuchando discos de Dylan desde hace meses –no diré compulsivamente pero sí con bastante consistencia. Yo era mucho del Dylan sesentero, ya conté aquí como lo (re)descubrí un día escuchando Radio 3. Mucho antes, por mi casa ya rulaba un EP de vinilo con “Blowin’ In the Wind” y otros tres temas, y es uno de los discos que más he escuchado en toda mi vida. Pero tengo que admitir que la obra de Dylan a partir de 1970 (igual que la de los Rolling Stones o la de los Kinks en su momento) me daba bastante miedito. Igual que en los dos casos citados, una vez vencida la aprensión inicial descubro que mi miedo era completamente injustificado.

Mi problema es que me gustan tanto los años 60 puros que a partir de 1969 la música me parece ya demasiado progresiva o complicada. Escucho el Nashville Skyline (1969) con la orejitas tiesas (y el hecho de que sea medio country tampoco es ajeno a esta circunstancia). Escucho el New Morning (1970) con bastante más apetito, cómo olvidar aquel “The Man In Me” que inmortalizaron los Hermanos Coen en la secuencia onírica de El gran Lebowski (1998). Desgraciadamente, el otro vinilo de Dylan que había en mi casa de toda la vida era el infumable Self Portrait (1970), y ese mejor nos lo saltamos.

La banda sonora de Pat Garrett & Billy the Kid (1973) nos legó el historiquérrimo hit “Knockin’ On Heaven’s Door”, de dulce versionado por Guns N’ Roses y por cualquiera que aprendiera a tocar la guitarra entre 1992 y 1995. Pero para mi gusto, el mejor Dylan de la década viaja en dos magníficos álbumes, dos trabajos que bien pueden competir con cualquiera de los que el cantautor de Minnesotta facturó a mediados de los sesenta (¡Toma frase tópica!). Blood On the Tracks (1975) nos dejó “Tangled Up In Blue”, “Idiot Wind” y “Lily, Rosemary and the Jack of Hearts”. El cantautor melódico, el enamorado, volvía a ser el cronista de las jóvenes insatisfacciones de América.

El otro obrón de esta época es Desire (1976), cuyo tema central “Hurricane” bien podría pasar por ser la mejor canción de Dylan de todas las épocas. O a lo mejor no, da igual. Su historia –real- es tan urgente y tan conmovedora (la injusticia de un boxeador negro condenado por unos asesinatos que no cometió) que décadas después fue llevada al cine como Huracán Carter (1999), con resultado de nominación al Oscar para Denzel Washington. Además, el disco contenía otros buenos cortes como “Isis”, “Mozambique” o “Sara”, y estaba salpimentado por un omnipresente violín y por la voz de Emmylou Harris en los coros.


Lo flipo yo solo escuchando a Dylan, se ha notado, ¿no? Pues no es del todo cierto. Es verdad que para escuchadas solitarias pocos artistas tan completos y tan profundos (valga la cursilada) como el señor Robert A. Zimmerman. Pero también es verdad que su música se presta a la comunión y al jolgorio colectivo. Mañana hablaré de ese Dylan, hoy me conformo con el de la soledad y el recogimiento, el de las largas horas de escucha reflexiva -la boca abierta, la babita caída-, el que se quita el sombrerico para saludarnos mientras nos mira a los ojos.

domingo, 15 de junio de 2008

"En ocasiones veo... árboles"


Ya esta aquí la nueva película de M. Night Shyamalan (sí, sí, la “M” es de “Manoj”). Tengo un verdadero problema con el nombre de este señor, por lo que a partir de ahora en Estatuas Verdes se le conocerá como “Chamalaman”. La nueva de Chamalaman, sí, y tengo otro problemón: hablar de ella más o menos a fondo sin destripárosla. Cuando se estrenó la primera peli de Mr. Bean se la publicitaba como “Lo último en cine de catástrofes”. Pues bien, como no puedo entrar en muchos detalles sobre El incidente (2008) y me veo obligado a hablar de ella en parábolas, empezaré diciendo: El incidente de Chamalaman: lo último en cine de catástrofes”.

Lo último porque es cine de catástrofes pero a la vez se burla de las convenciones del género. Normalmente estas pelis suelen tener varias historias en paralelo, para darles más dramatismo, y suelen llevar más de un escenario a la vez. En El incidente nos encontramos con una unidad de acción, unidad espacial (casi) y una importantísima unidad temporal. Con esto ya tendríamos la famosa regla de las 3 Unidades que el francés Boileau se inventó en el periodo Clásico diciendo que eran idea de Aristóteles. Pero Chamalaman, que usa estas “unidades” en ventaja propia para dar cohesión a la peli y hacer que dé más miedo, se burla de todas las reglas habidas y por haber.

Otra regla del cine catastrófico (volcanes, edificios en llamas, terremotos, virus de monos…) es el final climático y en El incidente en lugar de eso encontramos un final que me permitiría calificar de anticlímax. No quiero desvelar mucho, básteme decir que la historia es simple. Una serie de personas en Estados Unidos empiezan a suicidarse sin motivo aparente, cada vez más, y esto desencadena una histeria colectiva muy de la época actual, al desconocerse las verdaderas razones del incidente (yo la hubiera traducido como “El fenómeno”, pero eso es otro tema). Estamos asistiendo a muchas pelis sobre el terror colectivo e innombrable (Babel, 2006; La niebla, 2007) que bien pudieran leerse en clave de metáfora sobre la amenaza terrorista global, y El incidente no es ajena a este fenómeno, aunque también mete la puntilla ecologista.

Pero más allá de la macrohistoria (llamemos así a lo que desencadena la crisis) lo que me ha impresionado de esta peli es la microhistoria de los pocos personajes principales. Si no fuera porque sale mucho campo, diría que El incidente parecería una obra de teatro escrita entre Alfred Hitchcock y Julio Cortázar. Lo de Hitchcock viene por los sustos-trampa, la inquietud, por el cameo obligatorio de Chamalaman, los ambientes opresivos… lo de Cortázar por el componente fantástico, conspirativo, inexplicable, que preside la actuación de instituciones y multitudes. Y en medio de todo esto, la historia de dos personas. Una crisis de pareja que ha de ventilarse con una inusual terapia: momentos inciertos en que la vida (propia y de seres queridos) corre peligro. Inusual pero harto efectiva: ya se sabe que no hay cosa que una más que la amenaza común, el sufrimiento o el miedo.


Por qué me interesan más los sentimientos de la pareja principal que el circo fantástico que les motiva a ponerse en marcha en primera instancia es algo que podría ser una falla de la peli (la premisa terrorífica es flojeta, cuando la veáis lo hablamos). O podría muy bien ser otra genialidad de Chamalaman, que en realidad pretendía contar una historia de amores, un drama romántico si queréis, pero como el muchacho es así de rarete no es capaz de hacerlo si nadie es un fantasma, o hay monstruos de césped o resulta que todos viven un siglo por delante de los protagonistas.

Ya La joven del agua (2006) nos ofreció la impagable escena de un crítico de cine devorado por una criatura momentos después de predecir lo contrario. Ya El bosque (2004; peli sobre la que tengo pendiente un megapost) nos dio varias claves sobre la sugestión colectiva. Aviso a navegantes: todo el que vaya a ver El incidente en busca del “Efecto Chamalaman”, o sea, un sorpresivo twist final que dote de explicación racional a todo lo acontecido en la pantalla corre el riesgo de salir decepcionado. A mí me ha ocurrido, pero enseguida me he dado cuenta de que esta peli no es un mecanismo de relojería para proporcionar respuestas sino una desasosegante bomba calculada para sembrar interrogantes.

Y ya, si descendemos al puro acto cultural de ir al cine a pasar un buen rato, he decir que El incidente ha sido la peli que más me ha entretenido en lo que va de año. En desagravio por los bostezos que solté viendo la de Indiana Jones. De acuerdo que una vez vista, a lo mejor esta película es como esos anuncios de la tele muy largos y elaborados: mientras los ves son ingeniosos, pero una vez conoces el final, te aburriría volver a ellos. Pero mientras los ves… ¡madre mía qué susto he pasado viendo El incidente! Esa secuencia de la casa… con la señora paranoica… La peli es a la vez una road movie, una peli de catástrofes, un cuento de terror gótico, una historia de amor… A lo mejor también es una fábula medioambiental, pero a mí no me ha funcionado a ese nivel. A mí me lo ha hecho pasar mal con ese placer inefable del que paga para que le engañen, lo sabe y además disfruta.

jueves, 12 de junio de 2008

Miembras


Como bien decía Jaime Urrutia en una de sus canciones, “la vida te lo da”. A veces, a mí me lo da para Estatuas Verdes, desde luego. Cuando comencé este blog me propuse dos temas que no iba a tratar, el fútbol y la política. Ambas fronteras han caído, ya se ha hablado aquí de politiqueo y de fútbol, siempre en pequeñas dosis. Ayer la nueva ministra del nuevo Ministerio de Igualdad nos regaló una perla imposible de dejar pasar. Tras su cagada (errare humanum est, ¿eh?) la ministra ha seguido la doctrina del “sostenella y no enmendalla”, con lo cual ya sí que se ha ganado este post de tirona.

Aun a riesgo de que esto se parezca al Planeta Cúbico, vamos a entrar a analizar las palabras de la ministra. Ella se refirió, aparte de a “los ministros y las ministras” (clásicos y clásicas, ya) a “los miembros y las miembras de la comisión”. Que la palabra “miembra” no existe es algo que no creo necesario explicar aquí. Lo buenísimo del tema es que la ministra, como quiera que mucha gente –entre ellos los miembros y miembras de la RAE- le han afeado la conducta y le han corregido, en lugar de admitir su error o de tomarlo a la ligera jocosamente, ha perseverado en él de la forma más contumaz.

“La ignorancia es osada” dice el refrán popular. La ministra Bibiana Aído se ha embarcado en una especie de cruzada ortolingüística de índole feministoide, y ha dicho, sin un ápice de modestia, que si el tal palabro (y palabra) no existe, habría que inventarlo. Igual que dijo Voltaire sobre Dios. Y que si el término (y la términa) no aparece en el diccionario, pues es que el diccionario está mal y habría que ir pensando en cambiarlo. “Es que en Sudamérica se dice así” (¿Y nosotros estamos en Sudamérica, chocho?). “A lo mejor en el futuro vemos la palabra miembra en el diccionario” (Pues a lo mojó…). A mí, el hecho de que una palabra venga o no en el diccionario me da exactamente igual, la verdad, pero esta prepotencia lingüística no la veía servidor de ustedes desde las novelas de un tal George Orwell.

“La ministra se ha enfadado con la prensa”, cuenta el ABC hoy. La ministra está triste, ¿qué tendrá la ministresa? Los petardos se escapan por su boca de fresa. Cómo estará el patio que al jolgorio general y a la crítica seria o jocosa que se le ha hecho a esta mujer no solo se han sumado los derechonis habituales y la caverna periodística de la Derecha. No, no, no. El propio diario El País le dedicaba hoy un crítico editorial a las sandeces de la ministra y a su pataleta de género (gramatical).

Pero de entre todas las voces que se han alzado, yo escucho –cual Machado- solamente una. Valga la semicita machadiana, porque me estoy refiriendo al ex-presidente del gobierno y orador extraordinaire Don Alfonso Guerra. Este hombre, autor de perlas tales como que él era un descamisado o que la gente de Izquierdas no sabía utilizar la pala para el pescado (y mi favorita: “Cuando los socialistas salgamos del gobierno, a España no la va a reconocer ni la madre que la parió”). Pues el Guerra, que daría para un blog él solo y no hay aquí ni pizca de ironía, ha dicho que las declaraciones de la ministra que “son una pérdida de tiempo”.

Y el Guerra no se ha remontado al sexo de los ángeles ni a la filosofía de género, ha sido el único que ha hablado con cabeza y demostrando un ápice de conocimientos de lingüística. Ha dicho que “a la lengua hay que dejarla vivir sola (...) es un error garrafal tanto prohibir su uso como potenciar que se hable”. Y también que “la RAE no cambia nada sino que recoge lo que habla la gente. Que yo sepa, no se dice miembra en la sociedad española”. Y punto. En realidad, la palabra “miembra” tampoco es creación de la ministra Aído; ya hace más de un año, Juan Manuel de Prada (otro genio con el lenguaje) escribió en ABC un artículo cachondeándose del feminismo marxista, que se titulaba “La miembras viriles”.

Recuerdo que hace diez años, durante la carrera, me encontré a una compañera y actual lectora de este blog a la que vi trabajando en una biblioteca. Le pregunté qué estaba haciendo, y me contestó que un trabajo sobre el lenguaje sexista. Yo le respondí: “Qué suerte tienes, ese trabajo se escribe en doce segundos: El lenguaje sexista no existe, la que es sexista es la gente. Obras Consultadas….” Creo que a mi amiga no le hizo ni pizca de gracia mi ironía pero lejos de retractarme, diez años después estoy cada vez más convencido de lo que dije. Hoy por poco me mareo al leer el editorial de El País y encontrar que estaba al 100% de acuerdo con él. Y allí se decía, resumiendo, ministra, déjese usted de atender a payasadas y recuerde que en España las mujeres y los hombres a igual trabajo no cobran lo mismo. Eso sí es un escándalo. Eso sí que hay que cambiarlo.

miércoles, 11 de junio de 2008

La suerte de la fea...


Ya la demanda popular era imparable, y hasta el otro día desde los comentarios el Grillo se preguntaba por qué no abordaba el tema de Bea la Fea and the power of the flower. La razón es muy sencilla, tenía previsto escribir sobre La familia Mata y como comprenderéis, no es plan hablar de televisión dos días seguidos. O eso, o es que no soporto la serie Yo soy Bea.

A lo mejor por eso no se iba a escapar sin su correspondiente post. Juro que –sin ver el famoso capítulo de la transformación- me he estado empapando de sus crónicas en la prensa y he visto por YouTube los instantes cruciales. Lo cierto es que andaba cavilando algo inteligente que decir, pero no se me ocurre nada. Mi primer instinto al contemplar tan televisivo y esperado momento (¿Cuántos capítulos lleva ya esa serie? ¿Dos millones?) ha sido el sentir que se trataba de una broma. En efecto, ve uno las imágenes y se da cuenta de que el personaje de Bea, la pupitesca pero eficiente secretaria de la revista Bulevar 21, se ha transformado de fea en… otro tipo de fea.

Más petarda, más fashionista, pero, en palabras del buen Miqui Nadal, “más fea que mandar a una abuela por droga”. Ojito al dato, vaya por delante que a mí no me gustaba la antigua Bea y me sigue sin gustar esta (la actriz Ruth Núñez) pero, visto lo visto… ¿tan mal estaba aquella? Objetivamente yo no la veía tan fea y sí, tenía aparato en los dientes, el peinado no le favorecía mucho y seguro que no se depilaba el sobaco pero de ahí a hacer girar todo un kilométrico culebrón en torno a su fealdad… me parece muy heavy.

Por supuesto que Yo soy Bea no es una idea original, sino una adaptación de aquella gloriosísima novela colombiana que fue Betty la fea. Aquello sí que era obra maestra, amigos. Y además hablaban en colombiano, con lo que la risa estaba asegurada (vaya este comentario desde el respeto). No soy muy fan yo del culebrón sudamericano, género del que sin gustarme admiro enormemente su importancia en la cultura popular. En mi vida sólo he visto tres de estos seriales: Agujetas de color de rosa (1994), Betty la fea (1999-2001) y Pasión de gavilanes (2003); casualmente las tres contaban con magistrales sintonías musicales, sin duda lo que me atrajo de ellas en un principio.

De las tres fue Betty la fea –digámoslo- la mejor, y prueba de ello han sido las incontables adaptaciones internacionales que ha tenido (ayer mismo en Sé lo que hicisteis les hicieron un divertido repaso). La más sonada fue la norteamericana, titulada Ugly Betty (2006) y para la que al parecer puso el dinero Salma Hayek. Ahora que acaba la Bea de Telecinco (o al menos ya se le ve la punta) la Betty yanqui nos la trae Cuatro, y nos la están vendiendo como si fuese la gran cosa (inciso cruel: la gran cosa sí que va a ser ver a esa pobre mujer que hace de Betty pareciendo guapa al final de la serie: yo no me lo creo).

¿Por qué le doy tanta importancia a la belleza de las actrices/personajes? Porque eso es precisamente lo que hacen estas series, Betty la fea y su internacional progenie. No vayamos a engañarnos, lo que estas series preconizan no es un nuevo tipo de mujer o un desprecio por el aspecto físico, ni la abolición de lo que las feministas denominan “la tiranía de la belleza”. Tout au contraire! Al final la moraleja es siempre la misma: “sí, sí, muy lista y muy capacitada la chica, pero para que su premio sea completo debe acabar volviéndose guapa, si no, no tendrá éxito del todo”. Si no, no vale. Esto no es El príncipe de Zamunda (1988) donde a una persona se la quiere por lo que es. Aquí el galán de turno no se casa con la chica hasta que no aparece como guapa.


Y sí, he dicho bien, el premio es para la chica, no para el galán. O sea que al final resulta que si no eres guapa no mola. En mi opinión, la serie española tiene dos méritos. El primero, haber rescatado a Fedra Lorente, aquella sempiterna “Bombi” del Un, Dos, Tres (en su mejor papel desde Amanece que no es poco, 1988). El segundo, hacer que la supuesta guapa siga siendo bastante feilla. ¿Habrá aquí un astuto comentario postfeminista cargado de ironía? Larga es la tradición de la frase “Que se mueran los feos” (canción de Los Sirex, novela de Boris Vian), pero a lo mejor tocaba ahora pedir que se muriesen los guapos. En principio yo no estoy a favor de que se muera nadie, pero si no… difícilmente vamos a abolir la antigua falacia moral belleza=bondad.

martes, 10 de junio de 2008

Un tal Cogtásag


Me leo de una sentada Un tal Lucas (1979) de Julio Cortázar, uno de mis escritores favoritos. Literalmente lo de la sentada, porque me lo he zampado esta tarde sentado sobre un cruce de piernas estilo indio. Acompañado de Coca-Cola Zero, chicles rellenos Trident y de fondo una radio con locutores soltando estupideces.

No se encuentra este libro entre los más conocidos de Cortázar, la verdad es que tiene tantos importantes que no todos pueden ser tan populares. Yo tuve la suerte de rastrear varios de sus cuentos en unas grabaciones que me pasó un amigo. Me explico, en la grabación de unas conferencias que dio Cortázar en Cuba, allí escuché varios textos leídos por él mismo que me hicieron darme cuenta inmediatamente de que nos encontrábamos ante un nuevo filón de oro puro. Me informé, vi que provenían de este Un tal Lucas y no tardé en comprármelo.

El libro lo componen tres series de cuentos cortos (cuarenta y ocho en total), dos de ellas giran en torno al susodicho Lucas, una especie de everyman burgués y por tanto risible (en el izquierdoso mundo de Cortázar, el que daba las conferencias en Cuba). Pero más allá de ideologías, la obra demuestra cumplidamente la absoluta maestría del argentino en el relato corto, y no es un tópico. El referente más cercano que encuentro es el volumen Historia de cronopios y de famas (1962), uno de mis libros favoritos de todos los tiempos (ver lista del blog). Me reconforta el hecho de que la comparación también se establece en la contraportada de Un tal Lucas. A caballo entre el surrealismo y el humor absurdo, los minicuentos de este libro no se quedan en el puro divertimento lúdico y estético.


En efecto, nos encontramos aquí con literatura comprometida del más alto nivel, pero del tipo que a mí me gusta: nada de turras ni de soflamas ideológicas sino verdades como puños (en alto) coladas de rondón cuando menos te lo esperabas. El humor se encuentra omnipresente, y en este sentido Un tal Lucas también me trae ecos de los libros del guatemalteco, humorista y comprometido Augusto Monterroso. Sí, muy de Monterroso, y además resulta que donde Historias de cronopios… se quedaba en un mundo absurdo y autoreferente, Un tal Lucas se impregna del signo de los tiempos (años 70) y entra a fajarse con muchas de la ideas de la época: crítica literaria, filosofías (post)estructuralistas, cultura de vanguardia.

En los cuentos de este volumen lo mismo salen a relucir Freud que Sausurre que Jackson Pollock que Stockhausen, pero lo hacen no en plan borgiano (= cultureta) sino como payasetes de un guiñol, en paradigma con las señoronas burguesas, un pianista de veintiséis dedos o una viejita de barrio periférico dispuesta a coger el autobús (perdón, el colectivo). La voluntad postmodernista de Un tal Lucas queda patente en casi todos los cuentos, con frecuentísimas intrusiones autoriales (o sea, el autor interrumpe la narración y habla al lector, recordándole que está leyendo un libro), intertextualidad (da igual un tema de jazz que un soneto de Bécquer o Quevedo), metaficción (reflexión escrita sobre el propio proceso de escritura). No en vano uno de los cuentos se lo dedica Cortázar a John Barth, el más importante novelista norteamericano de los años 60 y 70.

Del contenido temático del libro en sí bástenos nombrar la anécdota disparatada de algunos de sus cuentos: instrucciones para escribir un soneto reversible, sobre cómo hacerse echar a patadas de un concierto de música clásica, pastiche de reseñas literarias, reflexiones sobre el lenguaje, historias eróticas, retratos de familias burguesas… Del personaje Julio Cortázar sí quisiera todavía decir un par de cosas.

Pocos autores tan mediáticos y tan culturetoides como este señor, y sin embargo, pocos dinamitan más su aura de inaccesibilidad una vez nos adentramos en su obra. Un amigo y yo llamamos “rayuelistas” a los culturetas filohispanoamericanos; hace poco a BMW le dio por anunciar sus coches con un texto de Cronopios y de famas (como ahora les ha dado por Kerouac); yo me sigo descojonando cada vez que vuelvo a oír que el frenillo de Cortázar (hablaba con la “egge”) era porque había nacido en Bruselas y vivido mucho tiempo en París (y el gangoso de los chistes de Arévalo, ¿de dónde sería oriundo, según esta teoría fónica?). Pero como digo, si despojamos al autor de toda esta hojarasca ridícula, tenemos a uno de los dos o tres grandes en español del siglo XX. Recomiendo su lectura porque.

lunes, 9 de junio de 2008

La familia Mata: el desgüeve


La palabra “desgüeve” no es ajena a Estatuas Verdes. Ya se ha empleado aquí en determinadas ocasiones para referirse a algo que produce mucha risa. Puede ser una persona, o una situación, o en el caso que nos ocupa un programa de la tele. La serie La familia Mata (Antena 3, lunes a las 22:30) no es ni de lejos una novedad, pero servidor se perdió la primera temporada y es últimamente cuando se esta desayunando con sus gracias.

Tranquilos que no voy a hacer aquí un análisis postestructuralista del programa ni a calentaros la cabeza. Es muy tarde mientras escribo esto y además no os quiero quitar tiempo de ver la Eurocopa. Simplemente quería dejar constancia del poder beneficioso de la risa; por determinadas historias he tenido malos rollos este mes y los lunes por la noche mi ineludible cita con los Mata me ha ayudado a desterrarlos. Durante una hora y media, pero es lo que tiene el humor por entregas.

Todo el mundo sabe que el humor es imprescindible para ser feliz, y yo hago de esta máxima mi credo. No concibo la vida sin humor, y desde siempre he procurado que mi vida se pareciese más a una película de Los Hermanos Marx que a una canción de Conchita.

La familia Mata es una serie graciosilla que muchos podrán calificar de españolada, en la mejor tradición de nuestro humor no-intelectual (para el otro, ver El peor programa de la semana, La Hora Chanante, Faemino y Cansado y demás). Tampoco es Pajares y Esteso, sabéis, pero es indiscutible que esta serie bebe de la picaresca, de las pelis de Mariano Ozores y de disparates anteriores como Manos a la obra o Aquí no hay quien viva.

Supongo que la habréis visto, pero por si fuisteis de los que como yo, cuando acabó Física o Química pensasteis que la tele los lunes por la noche ya no tenía sentido, os la resumo. Es la historia de una familia muy trapisonda, el padre es el típico caradura estafador pero con encanto. El hijo es un tontaco de marca mayor, la madre una abnegada sufridora, la cuñada una vivalavirgen y el abuelo y la abuela una pareja de cascarrabias bien curtidos en la picaresca. Estos últimos fueron una incorporación de última hora, un fichaje desleal de la pareja que hacían de Pepa y Avelino en Escenas de matrimonio de Telecinco.

Los únicos normales son la hija de la familia (aquella Veva de Paco y Veva, pero aquí no canta) y su novio, personaje interpretado por el grafitero-boxeador Daniel Guzmán, de estratosférica fama en Aquí no hay quien viva. A tenor de lo visto últimamente, estos dos también están más para allá que para acá, con lo que ya no queda nadie sano en la casa. También salen por ahí Esther Arroyo y Dani Mateo, y otros bien traídos personajes secundarios. Las tramas son de enredo, a cual más rocambolesco, y el buen trabajo de los actores hace que situaciones inverosímiles parezcan más graciosas de lo que en realidad son, nunca se llega al ridículo.

A lo mejor os preguntáis por qué un post tan sencillo y poco pretencioso sobre un asunto tan nimio, pero es mi forma de pagarle a esta serie su deuda de risa. Le hago propaganda gratis porque a mí ella me ha dado muchos buenos ratos. Confieso que cuando empezó, la serie me daba más pereza que un disco nuevo de Alanis Morrissette (planteamiento simploncete, actores a priori regu) pero poco a poco me he ido enganchando. Como toda serie española que se precie, La familia Mata cuenta con subtramas que se pretenden atractivas para todas las franjas de edad: niños, jóvenes casaderos, maduritos, ancianos… pero esta vez no hay moralinas ni intentos de hacernos votar a un determinado partido político, como había en Los Serrano. Aquí hay risa blanca, bueno igual un poquito color café con (mala) leche.

domingo, 8 de junio de 2008

Comienza el Eurocopismo


Evasión o pupita. Por si no os habíais enterado o lleváis los últimos seis meses de vacaciones en el planeta Marte, ayer comenzó la Eurocopa de Fútbol. Este año la gran cita del balompié es compartida entre los países de Austria y Suiza, y a España le ha tocado jugar la fase primera en Innsbruck. La capital del Tirol es una doblemente olímpica ciudad que albergará unos partidos que cuentan desde ahora con mi olímpico desdén. Ya la cadena Cuatro se ha encargado de taladrarnos el cerebro con una campaña publicitaria de saturación sobre Innsbruck que, si bien tenía cierta gracia (“Llevamos muchos disgustos: la muerte de Chanquete…”) me gustaría enterarme si no es constitutiva de delito, por lo coñazo.

¿Recordáis aquella entretenida película de 1981 titulada Evasión o victoria? He querido hacer una gracia con el nombre porque mucho me temo que en este caso el que debe buscar la “evasión” (La gran evasión, diría) soy yo, para poder evadirme de esta ola de futbolismo que nos azota. Llamazares aludió el 9-M al tsunami bipartidista”, pero yo pronostico para este mes recién empezado uno pluripartidista en toda regla. La película Evasión o victoria era maravillosa: además de conjugar con acierto símbolos nazis y balones de fútbol (ver imagen) contaba en su elenco con la presencia nada menos que de Sylvester Stallone, Michael Caine y Pelé. Dudo mucho que en esta Eurocopa 2008 vayamos a ver algo ni remotamente tan entretenido, ergo, a evadirse tocan.

Como a uno que lo destinaron a un pueblo pequeñito y varios de sus amigos le recomendaron que se dedicase a escribir una novela, yo he de buscarme jolgorio necesariamente para estas tardes de hastío futbolero –perdón, de estío. Podría irme de kamikaze y zambullirme de lleno en la competición, es una posibilidad. Bien mirado, tengo muchos amigos futbol-fanes y en mi casa aún quedan bastantes muebles sin romper. Pero claro, es que es siempre la misma historia. Servidor, si no van el marido de Mamen Sanz ni el de Arancha de Benito…

Tuve la enorme desgracia de perderme el programa de Tengo una pregunta para usted en que el invitado era “el Sabio” Luis Aragonés, por lo que desconozco las razones para tan graves ausencias en la convocatoria de la Selección Española. ¿Le preguntarían también cuánto gana o cuánto cuesta un café en el bar de la Federación Española de Fútbol? Bueno, menos mal que al menos esta vez la impresentable prensa deportiva de este país (lo peorcito de ya una cosita bastante mala) no nos ha hecho creer que vamos de favoritos. ¿Qué no? Pues el otro día en Buenafuente dijeron que “Las casas de apuestas por Internet dan como favorita a España en la Eurocopa”. Correcto, señora, pero sacaron a relucir el titular para hacer chanza.

Puesto que los resultados deportivos se me antojan poco sugerentes (y eso que, como la cadena Cuatro no cesa de repetirnos, “Esto no es Eurovisión: aquí ganan los mejores”), tal vez haya que buscar la clave de la Eurocopa en las noticias periféricas. El flequillo de Torres, las cejas de Cristiano Ronaldo… ¿pues no nos ha sacado ya el telediario de Antena 3 al cantante de Pignoise (para más INRI ex-futbolista, creo) perpetrando una canciónzuela enfervorizante a modo de himno futbolístico?

Por si acaso, yo me estoy ya pertrechando. Tengo una muralla hecha a base de otras dos novelitas de Boris Vian, una antología de Jaime Gil de Biedma, un DVD de un directo de Oasis y una cantidad indecente de películas propias y prestadas pendientes de ver. Y todavía hemos de dar gracias de que este año la Selección no venga patrocinada por los odiosos Chiquiprecios del Plus, recién llegados de merendar helio en vena… Lo dicho: evasión o pupita.
 
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