Vivencias polimórficas de un treintañero perplejo.

jueves, 29 de enero de 2009

Carro de combate, o: El icono


Veo estos días el trailer de Valkiria (2008), la estrenan mañana y ya estoy nervioso por ir a verla. Entre escenas de la Wehrmacht, el bigote de Hitler y un parche en el ojo, veo imágenes del Deutsches Afrikakorps con sus terroríficos Panzer III. El pasado sábado, hablaba sobre guerras y los juegos de guerra con un historiador y salieron a relucir los Panzer III (“Lo malo es que después vinieron los Panzer IV, Panther, Tiger I y II…”), los T-34, los Sherman.

Llevamos semanas viendo en la tele imágenes de carros de combate israelíes, creo que son los Merkava, su contemplación puede causarnos ya tedio por lo repetitivo, seguro que de verlos en directo no sería esa nuestra reacción. Llevamos años (más de siete ya) viendo por la tele imágenes de carros de combate americanos M1A1 Abrams en Afganistán e Irak. Estos los tenemos tan vistos, en Kandahar o en Kirkuk, que yo ya no sé distinguir cuándo estoy viendo un episodio de la serie JAG o el telediario de Antena 3.


Pocas imágenes tan llamativas para los resúmenes audiovisuales del siglo pasado como la de ese ciudadano chino plantándole cara a una columna de carros de combate durante los días de la revuelta de Tiananmen. Esta escena ha sido vista y revista, parodiada hasta la saciedad, incluso, y siempre que la veo consigue fascinarme. Cada vez me asalta la reflexión: el hombre estaba ahí; los tanques estaban ahí, desde luego; pero lo más importante es que ahí estaba la cámara. Sin imágenes, la escena no hubiese existido. En este sentido me pregunto: ¿cuántos hombres de Tiananmen habrá habido a lo largo del siglo XX, sin una cámara para dejar constancia de ellos? ¿Cuántas madres rusas delante de un Panzer IV, cuántas alemanas de un T-34?

Cada día tengo más claro que el carro de combate es el gran icono del siglo XX: el sigo de las guerras. Las dos guerras que lo vertebraron se escriben con pesados monstruos blindados que se desplazan sobre cadenas. En la 1ª Guerra Mundial, el papel del carro fue casi folklórico: demasiado hicieron con idearlo, construirlo y ponerlo a andar. Los primeros tanques eran ortopédicos cachivaches más ridículos que mortíferos. Pero eran de metal, avanzaban y estaban cargados de armas.


Decir “Segunda Guerra Mundial” es decir “carros de combate”. En la 2ª Guerra, los blindados fueron el factor más importante y decisivo por lo menos hasta 1943, en que empiezan en serio los bombardeos estratégicos aliados sobre Alemania y Japón. Las tropas panzer alemanas (“las vanguardias blindadas del Reich”, como las definió Borges) fueron durante toda la guerra las mejores del Eje. ¿Y qué decir de las fuerzas armadas USA o de la URSS? Está claro que la Guerra la ganaron en las cadenas de montaje.

Hubo momentos, durante la batalla de Stalingrado, en que los T-34 salían directamente de la fábrica al frente, sin pintar siquiera. Y ya no pararon de salir. Y de salir. Y de salir. Para cuando llegó la Guerra Fría, los rusos tenían más carros de combate que mazorcas de maíz los americanos. Estos últimos se llevaron los tanques a empantanarse en las junglas de Vietnam, donde fueron vencidos por otro poderosísimo icono: el fusil de asalto de origen soviético AK-47, pero eso es otra historia. Mucha gente dice que el siglo XX es un AK-47 (Roberto Saviano, la peli El señor de la guerra -2005-, Pérez Reverte…). Yo digo que es un carro de combate, sin especificar el modelo o bando al que pertenezca.


Uno de mis primeros recuerdos de chico es el de oír contar a mis padres el golpe de Tejero, el del 23-F. Y con mucho, el detalle más sórdido y el que más miedo me daba era que en Valencia, el jefe de la Región Militar (Milans del Bosch) se había atrevido a “sacar los tanques a la calle”. La sola mención de esta frase conjuraba en mi excitable mente infantil fríos terrores metálicos de color verde oscuro. De buena nos libramos los españoles aquel día, ¿eh? (para empezar, dicen las malas lenguas que Milans del Bosch estaba borracho). Pero volviendo al tema que nos ocupa, pensad en los carros de combate y en su importancia simbólica. Sé que no es un tema típico de ascensor, pero yo os pido que os paréis un segundo y lo penséis. Y la próxima vez que veáis uno en un telediario (seguro que hoy mismo), ya me contáis qué se siente.

miércoles, 28 de enero de 2009

"Los bares están repletos"


“Bares, ¡qué lugares!”
-Gabinete Caligari




Ahora que la crisis ya ha cristalizado entre nosotros, la hemos asimilado, los gobiernos y otros organismos han tomado medidas y aun así parece que lo peor está por llegar, me gusta observar las reacciones de la gente. Hubo negación, hubo catastrofismo, ahora parece más bien que lo que se ha instalado es el fatalismo. Las cifras del paro no dejan de crecer, no solo en nuestro país, el Presi del gobierno acude a la tele (que no a las Cortes) a dar explicaciones y cada día me topo con alguien que hace la misma gracieta, la del título del disco de Supertramp: “¿Crisis? ¿Qué crisis?”

Es en estos momentos en que la gente recurre al humor para tomarse las cosas con filosofía, fijaos si no en la oportunista serie que Telecinco acaba de estrenar bajo el sospechoso título de A ver si llego. Un clásico, en estos casos, es decir: “Pues habrá crisis, pero los bares están llenos”. ¡Qué gran verdad, amigos! ¿Cuándo no han estado los bares llenos en España? Y yo no sé en vuestras ciudades, pero en la mía, están a rebosar. En Cosica los bares están vacíos porque todo el pueblo está vacío, pero eso es otro tema.


Recuerdo un absurdo texto de un absurdo libro de texto de español para americanos, de cuando daba clases en USA. El texto en cuestión explicaba lo animada que era la marchuqui patria, y decía cosas como “el ocio en Europa es más triste que un episodio de Heidi, y también que “en Madrid, en el tramo entre las calles Antón Martín y [no sé qué otra], hay más bares que en toda Noruega”. No sé si será verdad la estadística, pero ¿a que mola?

El Banco Santander dice que ha ganado 8.000 millones de euros en 2008 (el año de la crisis, sabéis, en el que la economía española ha estado menguando durante seis meses). El ex ministro Caldera propone en una entrevista que el Estado se quede con los bancos, pero mientras se deciden o no, los bancos ganan pelas. Muchas pelas. ¿Serán banqueros o bancarios todos los que abarrotan los bares? No me lo creo.

La revista El Jueves (que esta semana, para variar, le daba caña a Aznar: se podían haber modernizado y hablar de lo del espionaje en Madrid) también recogió hace poco la tópica frase de “los bares están llenos” a cuenta de la crisis. Yo mismo la medio utilicé en el post “¿Tu criatura?”-también hice la gracia de Supertramp-, y eso que entonces era mayo, no había crisis oficialmente. Entre tanto, nosotros seguimos yendo a bares, aunque sea a comer altramuces (o ese bar de Granada –ciudad de tapas gratis-, donde lo que te ponían eran pipas). La gente sigue hablando de bares y recomendando bares. Los de El Perro Lunar nos descubrían el otro día un par de ellos de Madrid, a mí un compi de trabajo me recomendó uno en Sevilla hace muy poco.


Aquí en Cosica hay varios bares, no os vayáis a creer. No hay Banco Santander (casualmente el más grande de Europa, casualmente mi banco) pero hay media docena de barecillos. Todos los jueves mis compis de trabajo y yo vamos a cenar a uno, ya el hombre no tiene ni que preguntarnos la comanda. Luego solemos ir a una bodeguita muy rockera, siempre te ponen algo de Creedence Clearwater Revival o Bob Marley, y los gin-tonics de marca cuestan 3 euros. Hay otro bar que es obligado para tomar café, y tengo un compi/amigo aquí que, por mero aburrimiento, cada día se va a desayunar a un bar diferente (más o menos por la misma razón por la que yo me estoy jamando todos los partidos de fútbol que echan por la tele).

Así que, amigos, hoy es miércoles y ya sabéis lo que eso significa: partidos de Copa del Rey, de modo que me voy a verlos… no sin antes pasarme por el bar de la esquina de mi calle para pillar unas baguettes cosiquesas que amortigüen la crisis (y el hambre).

martes, 27 de enero de 2009

Discos cada vez que viajas


Hoy voy a escribir sobre un tema que apenas conozco: la compra de discos. Bromas aparte, anoche la buena lectora Orphangirl me brindaba un tema para un post: “Comprar discos en los viajes”. Esto vino a partir de un post de su blog que decía que cuando fuera a Amsterdam iba a comprarse un disco de Alela Diane. Comprar discos en los viajes. Viajar para comprar discos. También de eso hay un poco en Estatuas Verdes.

Miro a mi alrededor hacia ese caos que algunos llaman mi habitación, recito un verso de Juan Ramón Jiménez que habla de las cosas en un cuarto y observo: singles de Teenage Fanclub adquiridos en Milán, discos de France Gall comprados en París, vinilos de The Shins pillados en Brighton, cintas de Carnaval de Cádiz, CDs de música pop jordana, un CD-single de Enrique Iglesias que compré en Santiago de Compostela… tan solo la ciudad de Londres me serviría para trazar un mapa emocional de disqueras: botines sacados de la tienda Rough Trade de Portobello, de un puestecillo de Camden Town, del Fopp de Cambridge Circus, del Tower Records de Piccadilly, del Virgin de Piccadilly, del Zavvi de Piccadilly (ahora que Zavvi ha quebrado, ¿qué tienda ocupará su lugar?).


Orphangirl contaba una cosa que para mí es muy verdad: la importancia que se adscribe a cada una de estas compras por el mero hecho de saber de dónde proceden: he ahí su valor añadido. Yo siempre me preciaba de conocer el origen exacto (y casi el precio) de todos mis discos. Esta cinta de Sandie Shaw la compré en Praga, las cajas Nuggets las pillé en Carolina del Norte, el CD de Tribalistas vino de Lisboa, de Oporto tres discos de Caetano Veloso… os mentiría si os dijera que me sigo acordando. Tengo demasiados discos, pero de todas maneras hay cosas que nunca podré olvidar, porque es así: el día de 1995 que me compré seis singles de Oasis en Sheffield, ese otro de 2003 en que me hice con el Cheap Thrills de Janis Joplin en una famosa tienda de San Francisco, o aquel de este verano que ya conté: en Sicilia, comprando un CD de Celentano.

Si Londres ocupa un lugar principalísimo en mis compras de discos (todavía recuerdo a la dependienta de un HMV que, fascinada por la cantidad de CDs que me llevaba, me preguntó: “¿En tu ciudad no hay discos?”. “Estos no” –le contesté), no me ha hecho falta salir siempre al extranjero para hacer buenas discadas. En la mayoría de las ciudades de España la cosa está cortita pero nunca nos faltará un Corte Inglés o un Carrefour para salir del paso. Siempre habrá un amigo que nos descubra una tienduca en Córdoba o Granada y, sobre todo, siempre nos quedará Madrid.

Tengo otro amigo que es un enamorado de Barcelona y siempre me está hablando de las maravillosas tiendas que allí hay: no es el único. No he tenido la suerte de ir a conocerlas, pero en Madrid… cada vez que voy para allá cae algún disco (o varias decenas). La verdad es que en Madrid he tenido poco asesoramiento: las tiendas que conozco es porque me las he encontrado por la calle: London Calling (¿sigue existiendo?), Metralleta, Discos Melocotón, Discos Babel, Radio City… solo Escridiscos me fue recomendada (hace 8 años, en su emplazamiento antiguo). Recientemente, en El Perro Lunar se han nombrado algunas otras tiendas de discos madrileñas, tendré que tomar buena nota.


Dice un poema en prosa de Kiko Amat (y él ha estudiado, ¿no?), que los coleccionistas de discos [s]omos los que podemos pasar dos horas, tres horas, cuatro horas, cinco horas, todas las horas, buscando en cajones de discos”. He aquí un problema no pequeño a la hora de comprar discos en los viajes. La mayoría de la gente que conozco no está dispuesta a “perder” 2 horas dentro de una tienda de discos y menos aún otras 2 horas más dentro de la de al lado. Yo soy capaz de llevarme más tiempo en un Virgin Megastore que en el Louvre (y en el Louvre me llevo 5 horas), pero sinceramente pienso que en un viaje hay tiempo para todo. Y si no, siempre está el recurso de la compra de discos “relámpago”: un single de Mansun en Gibraltar, la banda sonora de Grace of My Heart en Palermo, un CD de Nancy Ajram en el aeropuerto de El Cairo, un vinilo de Bluetones en Dublín… todos pillados (y pagados) en tiempo récord mientras mis acompañantes (madre, novia, prima, amigos) estaban haciendo otras cosas.

Así que, amiga Orphangirl, sea enhorabuena tu viaje a Amsterdam, ciudad donde tantas y tan buenas tiendas de discos hay, y espero que encuentres tu disquito de Alela Diane y algunos más, si se tercia. Aunque tú dices que lo vas a comprar en el propio concierto de la artista, y eso es en sí una nueva categoría que merecería otro post: “Comprar discos en los conciertos”. Me consta que un amigo común estuvo hace poco en Amsterdam y se acabó tirando de los pelos porque había allí vinilos de oro por 1 ó 2 pavos y simplemente no le cabían en las maletas. ¡Malditas compañías low-cost! Malditas dimensiones máximas permitidas en el equipaje de mano. Y malditos discos, discos, discos buenísimos… ¿por qué viviréis tan lejos?

lunes, 26 de enero de 2009

Naranjada poética


Qué bonito libro os traigo hoy, amigos. Y qué nutritivo. Un librito de poesía titulado Naranjas cada vez que te levantas (2008), del poeta ovetense Julio Rodríguez. Yo tampoco lo conocía hasta que el sábado, en esa librería donde me saltaron otros libros a la vista, este me saltó a la vista. El hecho de ser de poesía, grosor, precio… ¡título! En mi mundo, cualquier libro titulado Naranjas cada vez que te levantas ha de ser por fuerza bueno, y resulta que además este es buenísimo.

Me llama la atención que ganó un premiazo literario (VI Premio Emilio Alarcos) cuyo jurado contaba, entre otros, con Ángel González, Caballero-Bonald y Luis García Montero. El libro son, si he contado bien, 62 poemas bastante breves, en los que predomina el verso libre (ese que no rima ni está medido pero resulta tan difícil). La mayoría son poemas de amor, incluso de amor con cama, pero nada pastelosos. El estilo es más bien modernete (me acabo de inventar un estilo literario), con ese punto de coloquialismo y cotidianeidad que tienen tantos poetas de los últimos 25-30 años. Estoy pensando en poemas que lo mismo te nombran un semáforo que una llamada de teléfono que te dicen “me gustas cuando te vas de compras con tu madre”. Estoy pensando en un García Montero o un Luis Alberto de Cuenca.


Para demostraros que no hay cursilería, os cuento que también hay ecos del prosaísmo de Ángel González (el poema “Coordenadas” es un nuevo “Inventario de lugares propicios para el amor”) o del surrealismo de Cortázar (“Instrucciones de uso”, acerca de las relaciones amorosas). El amor de pareja no es el único tema, hay poemas dedicados al padre muerto, o a diversos estilos musicales (“Jazz”, “Pop”, “Soul” y “Blues”). Pero pienso que es en la batalla por dotar de sentido desde las palabras a algo irracional como el amor es donde más brilla este Julio Rodríguez.

El asombro del amor surge muchas veces desde la cotidianeidad más anodina, como en “Los peces boquiabiertos” (“Porque llueve en Oporto igual que llueve/ en Oviedo o en Cádiz o en Ginebra”). ¿Qué es lo que hace tan especial al amor, entonces? Es la visión del poeta, su mirada, la que transforma la realidad haciéndola única, del mismo modo en que el enamorado singulariza a la persona amada, idealizándola. Esto se ve como en ninguna parte en el poema “Vorágines de un nombre”, sobre el eterno tema del nombre de la amada. Aquí, el poeta acusa al lector de que claro está, las cuatro letras S,A,R y A no le dirán nada, pero para él son los ladrillos que forman el mayor misterio: el nombre de su Sara (“Frente a su nombre, ustedes/ no se estremecen: no”).


La sumisión del poeta a la persona amada se expresa de maneras muy bonitas, aunque un pelín extremas. Por ejemplo, en el poema “Sara” (ya sabemos cómo se llamaba la novia del pavo, ¿no?), el poeta lleva la entrega que el amor supone hasta la mayor exageración (“solamente tú/ aunque para ello/ también yo resulte innecesario”). No todo es filosofía y platonismo en Julio Rodríguez, también hay cositas de sexo con mucho gusto. Para empezar, el poemario es muy físico. Con esto quiero decir que hay mucha presencia semántica de los cuerpos, los volúmenes (“mi carne con tu carne”). A menudo se nombran las partes del cuerpo de la amada (“tu piel es la membrana diminuta/ que recubre las células”, “la isla desierta de tu cuerpo”, “tu piel consolidada como el musgo”, “Tu vientre acostumbrándose a mi vientre”… podría poner muchos más ejemplos: los anteriores están sacados cada uno de un poema diferente).

También hay numerosas referencias a la noche, la cama, el colchón y las “dormidas”, por lo que veo que el poeta se encuentra en una fase exultante del amor, el amor pasional. Con todo y con esto, Julio Rodríguez parece dejar una puertecita abierta a la lucidez. No todos son poemas de amor loco, los hay también de reflexión literaria (“Tanta poesía al grill me desespera”) o vital (“La tiza y el relámpago”), aparte de los otros temas ya citados. Incluso dentro del tema del amor, hay algunos poemas que parecen ser más reflexivos, en los que el poeta se da cuenta de que sus ideas obsesivas son una locura, como “Distribución de lo verídico” (“Vivo/ en las sábanas blancas de tu boca” …. pero a la vez…. “fuera de este poema/ hay muchas otras cosas que son ciertas”).


Mención aparte merece la pieza que da título a toda la colección: “Naranjas cada vez que te levantas”. Aquí el poeta se da cuenta de que a lo mejor tanto amor idealizado le está llevando a intentar poseer a la persona amada, y que eso a fin de cuentas no es el amor verdadero, que tiene más que ver con la renuncia (acerca de esta idea ver el post de Xabipop sobre Casablanca). Dice Julio Rodríguez [debería] “resolver ser feliz cada vez que regresas a casa”, y en vez de eso me dedico a “corregirte el vuelo o romperte las alas”. Por eso me ha gustado tanto la última estrofa de este poema, que quiero compartir hoy con vosotros para cerrar esta recomendación:


Debería dejar que me dejaras solo y que volaras
con alguien que exprimiera, a los pies de tu cama,
naranjas cada vez que te levantas.

viernes, 23 de enero de 2009

Fueron infelices y comieron perdices...


“Pasa la vida entre nosotros dos…”
-Quique González



Devastado vengo, amigos, emocionalmente, tras ver la nueva peli de Sam Mendes: Revolutionary Road (2008): sí, esa en la que vuelven a ser parejita Leo DiCaprio y Kate Winslet. Y sí, Sam Mendes es aquel inglés que nos castigó con American Beauty (1999). Solo que aquí el buen hombre se ha privado de rodar una bolsa de plástico mecida por el viento y hacérnosla pasar por la gran idea profunda. Aquí el andoba se ha dedicado a dárnoslo en crudaco: verdades que laceran nuestras entretelas como auténticos cuchillos.

El material de partida era altamente inflamable: la novela Revolutionary Road (1961) de Richard Yates, un autor de segunda que el buen Fran G. Matute calificó generosamente como “de culto”. En el potaje, todos los ingredientes de los años 50 en USA, versión drama (hay otras versiones tipo “comedia” o “musical”: ver Regreso al futuro -1985- o Grease -1978). Pues aquí están todos: vida suburbana, consumismo, culto al electrodoméstico, maridos de chaqueta que van a trabajar a la ciudad, amas de casa frustradas, rock and roll, ansiedades. Este catálogo no pretende ser despectivo, antes bien: es testimonio de lo bien ambientadísima que está la película.


Los 50 han pasado a la historia como “la era de la ansiedad”, y esto se refleja perfectamente en Revolutionary Road. El título, para empezar, es un cruel chiste sobre el origen de los USA (“revolutionary” para ellos es su Guerra de la Independencia) y el estado del país en aquellos años: completamente antirevolucionario (McCarthysmo, Caza de Brujas, etc). También se ha definido a los 50 como “la era de la contención”: contención de las amenazas externas, como el comunismo, e internas, como cualquier salida de la norma. Esto también lo clava la película, que me atrevería a calificar de tragedia sobre el Sueño Americano.

Curiosamente, leo en Wikipedia que Kurt Vonnegut llamó a Revolutionary Road “el Gran Gatsby de mi generación”, y digo “curiosamente” porque yo no he dejado de acordarme del Gatsby durante toda la peli, que es una suerte de Gatsby a la inversa”.


La historia es simple: Un matrimonio de jóvenes ilusionados afronta una crisis debido al vacío que provoca en sus vidas la rutinaria retahíla de trabajo-casa-vecinos-quedar bien, agravada por los niños, lo que les impide realizarse como personas. Para colmo, ella es ama de casa (como debe ser en los 50) mientras que él debe viajar un largo trecho diariamente para ejercer de chupatintas en una oficina de mierda. Huelga decir que ninguno de los dos está contento con el papel que les ha tocado en la vida.

Y entonces la película plantea una pregunta que si nos la hacemos de verdad podemos quedarnos tiesos: ¿hasta qué punto es el ser humano responsable o una víctima de su destino? La respuesta no la tienen ni Sam Mendes, ni Richard Yates ni nadie. Lo cual no impide que nos suelten la pregunta a cara de perro para que nosotros la mastiquemos. No voy a dar más detalles de la trama para no spoilear, pero baste decir que lo de “tragedia” venía porque los héroes cometen un pecado de orgullo (intentar tomar las riendas de su vida y ser felices) y no hay que ser Sherlock Holmes para intuir que el tema acaba como el rosario de la aurora.

Pero, ¿de qué han pecado en realidad los personajes que encarnan (fantásticamente) el DiCaprio y la Winslet? Para empezar, han intentado, destacar, salirse de la norma en una sociedad que no lo prima, más bien lo rechaza y ostraciza. Quien osa levantar la voz y cantar las verdades de cuán vacua, fútil y falsa es la vida del aparentemente perfecto American Way of Life de mediados del siglo XX ha de ser automáticamente apartado, como bien ejemplifica el personaje sublime de un loco que aparece en la peli. De hecho, en un momento dado que la Winslet expresa su insatisfacción, el DiCaprio le propone ir al psicólogo. Si esto no te parece deseable, es que estás mal, parece ser el mensaje subyacente. Pero bajo la pátina de sonrisas, cretona, linóleo y buen rollo, lo cierto es que las amas de casa rompen a llorar sin motivo aparente y sus maridos aprietan los puños más de lo que está bonito.


De la peli en sí no he dicho mucho, todo se resume en “Id a verla”. Está muy bien contada, actuada, ambientada y fotografiada. Seguro que le dan los Oscars, y si no, tampoco pasa nada. La actuación de Winslet y DiCaprio me pareció soberbia, altamente conmovedora, aunque si he de ponerme cabrón, a DiCaprio lo veo como “el eterno niño”: no acabo de creérmelo en estos papeles de hombre hecho y derecho. Pero las interpretaciones de ambos son sumamente turbadoras, con momentos antológicos. Casi me gustan más cuando están fingiendo (otra vez la “contención”) que cuando explotan a llorar y a gritarse. Mención también para Kathy Bates, actriz que no es santa de mi devoción pero que aquí va muy bien con su papel.

Si os preguntáis qué tienen de terrible en realidad las vidas de la Winslet y DiCaprio en esta peli la verdad es que nada (aparte de la frustración que ella siente por el hecho de, habiendo estudiado, ser ama de casa). Son jóvenes, atractivos, tienen dos hijos, casa propia, coche, él un trabajo fijo, amigos y vecinos amables. Eso es lo terrible de la historia, que en teoría sus vidas son perfectas, pero ellos anhelan “algo más”. ¿El mundo es una mierda y ellos están asfixiados? ¿El mundo es normal y ellos están locos? Tú decides, lector, no te la pierdas.

jueves, 22 de enero de 2009

40 años de Franklismo


En mi novela de cabecera Matadero-5 (1969), de Kurt Vonnegut, el narrador trataba de imponer sentido a unos hechos (el bombardeo aliado de Dresde en la 2ª Guerra Mundial) sin llegar a relatarlos. Para él, aquellos recuerdos suponían un trauma de tal calibre que en la novela se narran los prolegómenos del ataque, su preparación, sus consecuencias; todo lo que lo rodeó, salvo el ataque en sí. A mí, la toma de posesión de Obama no me produce trauma alguno pero sí mucho tedio, por lo repetitivo de las informaciones. Vemos a Obama mañana, tarde y noche en todas las cadenas de televisión, como si su imagen la multiplicaran los espejos de una barraca de feria.

Todo sobre Obama pero sin Obama. Por eso, si anteayer se hablaba en Estatuas Verdes de la preparación del discurso hoy quiero hablar de otro aspecto accesorio de la ceremonia, uno de los más negros (perdón por el chiste). Me refiero a la presencia y actuación de la cantante de color (oscurito) Aretha Franklin, una de las mayores artistas que ha dado la era Rock. ¿Aretha Franklin, rock? ¿Jaqueca? Sobre la clasificación de la música en subgéneros y el uso de las mayúsculas ver Almanaque de otoño. Lo cierto es que si el Franquismo duró casi 40 años, el Franklismo va ya por su quinta década.


Cuando vi a Aretha Franklin cantando en la ceremonia (pese a llevar un sombrero que le había diseñado su peor enemigo) la verdad es que me alegré muchísimo. ¿Os imagináis a ZP jurando el cargo y Massiel al lado, cantando? (Mmmmmm…….. a Fran Perea sí que lo sacó a relucir). Sé que esta analogía es trampa pero, ¿a que os habéis sonreído? No sé exactamente cuántos discos ha vendido Aretha Franklin ni cuántos números 1 ha tenido y me da absolutamente igual. Me basta con escucharla cantar. Aretha es una de mis cantantes favoritas, no solo de soul, de cualquier estilo. Basta oír alguno de sus clásicas interpretaciones para quedarse con la boca abierta en cuanto la señora abre la boca.

Es cierto que los buenos tiempos de Aretha Franklin pasaron ya hace 40 años, aproximadamente cuando se publicó Matadero-5. Lejos quedan aquellas grabaciones históricas que hizo en los estudios Atlantic de Nueva York, pero a la vez quedan muy cerca. Basta con poner I Never Loved a Man the Way I Loved You (1967), Lady Soul (1968), Aretha Now (1968). Si queréis flipear, tan solo escuchad los primeros 45 segundos de la canción “A Change Is Gonna Come” (pero cuidaos de tener un baño cerca porque os hacéis pipí encima).

El pasado 20 de enero, doña Franklin paseó su rotundidad de cantante negra de gospel por el Capitolio USA, con un par. Y no estaba allí de prestado, ni manifestándose por una injusticia, sino cantándole al primer presidente negro, solo recordarlo me pone los pelos de punta. Es cierto que los buenos tiempos de Aretha Franklin pasaron ya hace 40 años, justo cuando en su país los negros no tenían derecho a votar y tenían vetado o restringido el acceso a comercios, bares, instituciones, el transporte público. Solo por ser negros. Por esa época Aretha encarnó, además de a una artista de éxito, a una mujer comprometida. De cantar en la iglesia de su padre pasó (tras dos embarazos adolescentes) a impostada cantante pop para llegar a consagrarse como “el alarido de la joven América”, si se me permite la expresión.


Aretha cogió la canción más machista de la historia (“Respect” de Otis Redding) y le dio la vuelta al convertirla en un himno de la dignidad femenina. En sus temibles cuerdas vocales, el tema “Think” devino en una exhortación a la acción más que a la reflexión (con aquel poderosísimo estribillo que clamaba “Freedom, freedom…!!”). Ella tomó el sentido y quedo lamento negro de Sam Cooke “A Change Is Gonna Come”, que profetizaba el cambio que la sociedad USA necesitaba, y lo dinamitó hasta hacerlo universal. Me gusta pensar que “a change has come”, el cambio que Obama pregona, el que ni Cooke ni Redding llegaron a ver. Pero que a lo mejor ya está aquí.

miércoles, 21 de enero de 2009

Descendencia


Hoy toca una entrada de ñoñadas, que no todo iba a ser cinismo y descreimiento en Estatuas Verdes. Lo tengo que contar, porque si no reviento: ayer por la tarde estaba disfrazándome de esquimal para ir al gimnasio cuando me llama una amiga y me dice, crípticamente, “Que sepas que a partir de ahora mis comentarios en Estatuas Verdes van a valer por dos”. ¿Euans? Amiga, ¿es que te has hecho catedrática y nos vas a culturetizar ahora a todos? “No, es que llevo a una persona dentro”. K.O.

Una amiga mía embarazada, esto no es el caso que conté en “¿Tu criatura?”, esto me coge muy de cerca. Es la primera. Tengo amigos casados, amigas a punto de casarse y primas que me han hecho tío. Pero la noticia del embarazo de esta amiga me ha llegado muy hondo, no sabría decir por qué. Quizás porque sabía las tremendas ganas de ser madre que esa mujer tenía. Y además que le pega, porque es como una madraza con las criaturas ajenas y no me cabe duda de que le ha de ir estupendamente con las propias.


La ternura de la maternidad adobada con un pelín de nostalgia. Hoy en el trabajo me sorprenden a la hora del café con una selección de canciones pop, baste decir que NO ERA MELENDI (que es lo que suena todos los días). Escucho extasiado “Tears In Heaven” de Eric Clapton, esa baladurria que no hace honor a los orígenes blues rock del guitarrista pero, ¿qué más da? La canción, que me sé de memoria, consigue emocionarme una vez más. Recuerdo que solía cantarla de adolescente con mis amigos, cuando nos íbamos a un parque a tocar la guitarra y a cantar.

Recuerdo también que el tema (o así se nos vendió al menos) lo compuso Clapton en recuerdo de su hijo Conor, que se mató con 4 años. Penosa historia, padres sin hijos, o dolores paternales. Me acuerdo también de Neil Young, que tiene un hijo discapacitado. Nunca lo ha ocultado pero tampoco lo ha utilizado como materia para sus canciones, que yo sepa. Padres con hijos problemáticos. La semana pasada venía en El País un reportaje sobre la tendencia entre muchos escritores con hijos discapacitados de exorcizar sus demonios a base de escribir sobre ellos. El caso más famoso, el del Premio Nobel de Literatura japonés Kenzaburo Oé; uno que nunca se apuntó a la tendencia, otro Premio Nobel: nuestro padrino Pablo Neruda.

Me gustó del reportaje que los varios escritores reseñados coincidían en que sus obras sobre sus hijos enfermos no eran pozos de melodrama ni buscaban la piedad del lector. Solo querían hacer literatura sobre un tema que les tocaba muy de cerca, pero tomando distancia objetiva.


Pero volvamos a temas agradables, madres con hijos, maternidades alegres. Como conté el otro día, vi la desafortunada película de Helen Hunt Cuando ella me encontró (2008). Más allá de ser fallida, la peli ofrece el retrato de varias mujeres en cuanto que madres: una madre adoptiva, una que dio a su hija en adopción, una mujer de 39 años desesperada por ser madre. Esta última quiere tener un hijo a toda costa, y con tal de conseguirlo llega a realizar actos incomprensibles para mí, actos que yo nunca entenderé pero que respeto profundamente. En el BUP tuve a una profesora de Física y Química que era lo más sieso y lo más borde del universo. La leyenda urbana era que la mujer se encontraba frustrada por no haber tenido hijos y sí varios abortos naturales.

En su momento, aquello me pareció un comentario cruel, por no decir machista, pero lo cierto es que la buena señora saltaba como una hiena cada vez que alguien le preguntaba si tenía o no chiquillos. Y cierto es también que al curso siguiente la mujer concibió, se preñó de y dio a luz a una criaturita, y que a partir de entonces aquella profa fue un dechado de dulzura y un encanto de persona.


¡Madres del Mundo, uníos!, y no estoy hablando del Movimiento Obrero. Enhorabuena de corazón a mi amiga, y no puedo acabar sin recordar con cariño a mi propia madre, que hace poquito ha cumplido años (no se dice cuántos). Mucho me ha aguantado y más me aguantará. Pero no es ese el aspecto de nuestra relación que quisiera destacar hoy. Digamos mejor: mucho me ha dado sin pedir nada a cambio. Mi madre.

martes, 20 de enero de 2009

Meet Jon Favreau


¿Conocéis a Jon Favreau? Pues tenéis trabajo, amigos, porque resulta que hay dos.

Esta mañana leo El País de ayer (a Cosica llega la prensa con un día de retraso, vous comprenez!) y me encuentro con un mini reportaje acerca de los discursos de Obama, que sin ser todavía históricos, ya le están granjeando mucha atención como orador. Para empezar, sus discursos han tenido una parte instrumental en la victoria electoral, durante toda la campaña, y en la noche de su victoria, Obama dejó a (casi) todo el mundo contento con lo que dijo.

Pienso que los americanos y el Mundo en general deben de estar contentos con un Presidente USA que cada vez que hable no suba el pan, para variar (tengo en mente ahora al Demonio, también llamado Bush hijo). Pero claro, cualquiera sabe que los políticos y las personalidades no escriben sus propios discursos y alocuciones, ni siquiera Fidel Castro (un inciso, ¿quién se los redactará a ese hombre? ¿Está dejando escapar Cuba un Premio Nobel de Literatura ahí?). El discurso de Navidad del Rey tampoco lo escribe el Rey, ni los del Príncipe, Zapatero, ministros, etc. Y Obama no iba a ser una excepción.

¿Quién se esconde, pues, tras Obama, el orador ilusionista y bien parecido? Leo en El País de ayer que a Obama le escribe los discursos Jon Favreau. ¿Cómo? ¿Jon Favreau? ¿El cineasta? ¿El actor de Friends –era el novio millonario de Monica- o Como en casa en ningún sitio (2008)? ¿El director de Iron Man (2008)? Por poco me da un patatus (así, sin tilde). Larga es la conexión entre cine y política en USA: presidente Reagan, gobernador Sorsenague, alcalde Clint Eastwood…. Ayer sin ir más lejos podíamos ver a Meryl Streep descotada o a Tom Hanks en el concierto-homenaje a Obama delante del Lincoln Memorial.


Pero la vida no podía ser tan bonita –ni tan bizarra-. Enseguida descubro que el Jon Favreau que le escribe a Obama los discursitos no es el mismo de las películas, es otro, pero no deja de ser una figura fascinante, de nuestro tiempo. Se trata de un chavalín de 27 años (repito: EL PAVO QUE LE ESCRIBE Y ESCRIBIRÁ LOS DISCURSOS AL PRESIDENTE USA ES UN CHAVAL DE 27 AÑOS). Un licenciado por una universidad jesuita, niño bonito que fue fichado por el equipo Obama en plan Cyrano de Bergerac. Aprendemos más cosas sobre él, escribe en los Starbucks, con un portátil (en la foto se le ve como el típico yanqui modelo “con camisa”) y es hiperfan de los videojuegos y el Facebook.

De hecho, el pavo tuvo problemas cuando Obama era enemigo de Hillary Clinton (ahora son coleguitas máximos: ella es la encargada de decirle dónde hay que tirar los misiles) porque unos amigos suyos colgaron en Facebook unas fotos suyas sin su consentimiento, y en una se veía a Jon Favreau cogiéndole la tetica a una figura de cartón de la Hillary. Tsk, tsk, tsk. Viene a reforzar la teoría de que hay que tener cuidadín con lo que nuestros amigos cuelgan en Facebook, ¿eh? He hablado de esto con varias personas en el último mes.


Leo en la noticia sobre Jon Favreau que estaba muy nervioso acerca del discurso de investidura de Obama, con todos los ojos del Mundo puestos sobre él. Recordemos, dice El País, “que en USA el discurso político tiene el rango de género literario”, y la verdad es que ahí están los discursos de F.D. Roosevelt, Kennedy o Martin Luther King, Jr. para atestiguarlo. También leo que (claro está) la noche electoral tenía escritos dos discursos, el que leyó Obama y otro de aceptación de la derrota. En el momento de escribir este post, el discurso de investidura de Obama ya ha sido pronunciado, pero yo no lo he podido ver ni escuchar. Mejor así, así escribo esto sin estar contaminado, yo me limito a augurarle lo mejor.


¿Cómo será eso de leer algo que ha escrito para ti otra persona? Debe sentirse uno con complejo de Monchito o Macario, ventriloquizado. En cualquier caso, prometo ponerme al día con este discurso de investidura en cuanto pueda, y prometo seguir atento a la carrera de este Jon Favreau. Y también a la del otro. ¿Qué oigo? ¿Iron Man 2 para el 2010? ¡Oroooooooooo!

lunes, 19 de enero de 2009

Las cartas boca arriba


“Solamente una carta tengo en el buzón: la remite mi banco y me dice que NO”
-J.Sabina y Manu Chao



Cartas, ¿eh? Pocas palabras tan bonicas en español para explicar el fenómeno de la polisemia. Carta del correo, carta de naipe, carta de menú y carta de mapa (que jamás nadie utiliza, como banco de peces). Hoy día, con los emailses y los emailes las cartas han quedado obsoletas como medio de comunicación, ya solo te las envían los bancos (de dinero), y esa odiosa propaganda de ópticas o compañías de seguros. Y por carta también te llegan las facturas, claro.

Pero no siempre ha sido así, hubo un tiempo no tan lejano en el que la carta era un medio de comunicación principalísimo entre personas. La gente se escribía cartas, se contaba cosas, largas cartas de amor o de odio, o esas cartas de amistad con confidencias. Hará cuatro años, en un arrebato absurdo, tiré todas mis cartas (porque representaban el pasado y además no me cabían). Hoy me arrepiento de no haber conservado siquiera las más importantes (guardaba cientos: de amigos de todas las épocas, de ex novias, de primas…). Uno de mis mejores amigos estudió fuera dos carreras, y aquellos años fueron un puro carteo. Cuando yo estuve de Erasmus también me sirvieron mucho.


En literatura, la correspondencia entre personas ha dado lugar al género epistolar, ficción o no ficción. Cuando de chiquitiquísimos leímos Querida Susi, querido Paul (1986) del Barco de Vapor no sabíamos que estábamos mamando de un género que contaba por lo menos con dos siglos de antigüedad. Si queréis epístolas, id al Nuevo Testamento, pero yo me refiero a las novelas. Dicen que las primeras novelas modernas (que fueron epistolares) tuvieron su origen en un repertorio comercial de cartas-modelo: Pamela (1740) y Clarissa (1748) de Richardson. No os digo nada de otros obrones como las turrísticas Cartas marruecas (1789) de José Cadalso, debidamente copiadas de las Cartas persas (1721) de Montesquieu.

Otras cartas de la literatura, que a veces se han vertido al cine fueron Pepita Jiménez (1874) de Juan Valera, Las amistades peligrosas (1782) de Choderlos de Laclos, la Carta de una desconocida (1927) de Stefan Zweig, “La carta robada” (1844) de E.A. Poe, la terrible carta que Robbie envía a Cecilia en Expiación (2001) y las que le envió después. ¿Y cómo estaban esas cartas que desde el futuro le enviaba a Marty McFly el Dr. Brown en la saga de Regreso al futuro, La carta (1940) de William Wyler, El cartero siempre llama dos veces (y hace remakes), o esas aburridísimas Cartas desde Iwo Jima con las que Clint Eastwood nos castigó hace dos años?


Modernamente, la no ficción nos ha regalado la Carta de Jesús al Papa (2005) de Sánchez Dragó, las cartas …a Franco (1971) y …a Fidel Castro (1984) de Arrabal o el diálogo teológico entre Umberto Eco y Carlo María Martini titulado ¿En qué creen los que no creen? (1997). Pero las que más molan son las cartas personales, hay mogollón de colecciones publicadas. Nunca he leído, pese a haber escuchado maravillas, las cartas que por ejemplo el poeta romántico Keats (murió a los 24 de tuberculosis) dirigió a su madre, u otras también a la madre del también poeta inglés Wilfred Owen (este murió a los 25 en la 1ª Guerra Mundial). Y estas cartas de artistas se llevan escribiendo siglos, no es cosa de ahora.

Muchas veces son misivas que no fueron hechas para su publicación pero la notoriedad o relevancia de sus autores hace que se lleven a la imprenta. Precisamente este sábado, un amigo –erudito de la música barroca- me hablaba acerca de la famosa correspondencia privada entre dos gigantes como fueron Pachelbel y Buxtehude (ambos maestros de J.S. Bach, por cierto). Tampoco he leído tan egregias cartas, pero sí que recuerdo con cariño la imponente sarta de cartazas que Ignatius J. Reilly, empleado de Levy Pants, dirigió al “Estimado señor mongoloide” o a la Universidad de Baton Rouge (todo ello en el libro La conjura de los necios, 1980), Y es que una simple carta puede llevar una carga emocional enorme.


Ya se habló en Estatuas Verdes de The Juliet Letters (1993), disco de Elvis Costello cuyos textos están basados en los cientos de cartas que diariamente recibe en Verona Julieta Capuleto, y que son leídas en plan consultorio sentimental. O ¿cómo olvidar la carta (“The Letter”, 1967) que llevó a los Box Tops al número 1? Aquella en que Alex Chilton compraba un billete de avión (en tren no le daba tiempo) para ir a ver a su amor, que acababa de escribirle diciéndole que no podían continuar separados. Otras cartas musicales, la “Epístola a Dippy” de Donovan, el grupo Letters to Cleo, la generacional “20 de abril” de Celtas Cortos o aquella tan ñoña y tan bonita de Los Lunes: “Canción de despedida”…

¡Cartismo! ¡Cartismo! ¡Cartismo!, y no estoy hablando del Movimiento Obrero, sino de que escribáis más cartas… y las mandéis.

domingo, 18 de enero de 2009

Tres postales de enero



Postal 1. Querida Helen Hunt:

Hoy he ido a ver tu primera película como directora: Cuando ella me encontró (2008), y me ha decepcionado. He pasado un ratito pasable, lo que en otras circunstancias ya sería decir mucho, pero no con tu película. Me siento semi-mal porque he insistido a varias personas además a que fueran a verla. Opiniones tibias, en el mejor de los casos. Pensaba que tu peli iba a ser divertida, una comedia (humana, como Mejor imposible -1997-) pero esto ha sido una especie de melodrama, no sé muy bien acerca de qué. A lo mejor el problema es que no soy una mujer de mediana edad, pero eso es una excusa floja, si la peli es buena debería molarle a todo el mundo.

El Wall Street Journal ha sido cruel con tu película, pero no se me ocurre mejor resumen que este cachito de su crítica: “Un bizarro potaje recocido que combina el estilo general de las telecomedias (los diálogos le ametrallan a uno como un martillo neumático) con una ridícula sucesión de complicaciones en la trama, además de preguntas solemnes sobre la identidad, la adopción y la naturaleza de la felicidad”. Duras palabras, excesivas, pero me temo que no del todo inciertas. Una lástima, Helen, a mí me caes bien; ni siquiera sacar a Salman Rushdie de ginecólogo en tu película la ha salvado.


Postal 2. Querido Pablo:

Hay días en que uno no está para nadie y otros en los que nos levantamos comunicativos. Como cuento a menudo, en Estatuas Verdes hay días en los que los temas se me acumulan, ideas desechadas, muchas veces en que podría escribir varios posts seguidos. Otros sin embargo, me cuesta escribir nada y no por falta de tema o anécdotas, sino más bien por cansancio. ¿Será el frío o será Cosica? ¿Será una rosa o será un clavel? Luego siempre acabo escribiendo, y la eterna pregunta de los blogueros: “¿Le importará esto a alguien?” La alegría viene cuando se entera uno de que sí importa.

En los últimos días y semanas he tenido varias satisfacciones en forma de comentarios de personas que no dejan comentarios en el blog, pero que cara a cara me han dicho que tal o cual entrada les había gustado o interesado. Sus comentarios, aunque no quede registro, también hacen Estatuas Verdes. En concreto, un amigo me animó: Tú sigue escribiendo sobre Kafka, aunque la gente comente más cuando escribas sobre el flan. O a lo mejor tienes que hacer una entrada que se titule “Kafka y el flan”. La acabaré haciendo, seguro (con tu permiso, Pablo).


Postal 3. Querido Dios:

¡No veas cómo estamos en el Mundo con las guerras entre judíos, musulmanes, y de entre ellos, los más hijosdeputa son los que las planean y dirigen! Hoy, entre el fragor de treguas en los telediarios, que si “alto el fuego” en Gaza (y las bombas por detrás, explotando casi en directo), el “turismo bélico” (hemos venido porque nos hacía ilusión conocer una guerra en vivo), salgo a la calle y voy a un cine que suelen frecuentar muchos de mis compatriotas de los que llevan pañuelitos palestinos. Yo también lo llevaba, Dios, cuando tenía 17 años, y porque me lo regalaron.

En ese cine del que te hablo he visto la última de Helen Hunt (te ahorro la crítica), y me ha llamado la atención lo presentísima que está la Religión en la vida de muchas personas. En concreto, la protagonista de la peli era judía, y se pasa media peli rezando y canturreando en hebreo. Para colmo, de ginecólogo hacía Salman Rushdie (le cogería gusto a los bebés cuando escribió Hijos de la medianoche, 1980), ya sabes, ese que anduvo tan perseguidísimo por algunos de tus hijos musulmanes más radis. Me sorprendo por esta presencia de la Religión en unas vidas yanquis del siglo XXI, también me pasó en Como en casa en ningún sitio (2008), peli en la que Dwight Yoakam hacía de pastor evangélico.

¿De qué me sorprendo? La Religión no ha desaparecido de nuestras vidas, como quieren hacernos creer aquí en España: es una fuerza muy importante para la mayoría de la población mundial. Y no solo en países tercermundistas o subdesarrollados. Fíjate si será importante que la peña se sigue matando en tu nombre: ¡ilusos! Pero eso lo sabes tú mejor que yo.

Adiós, Dios.

viernes, 16 de enero de 2009

Los Nenes


Por fin cae el primer libro del 2009. En puridad habría que decir que me lo empecé a leer el 22 de diciembre del 2008 pero, ¿quién lleva las cuentas? Hasta ahora ha durado, y no por ser largo, y no por ser aburrido. Pero las Navidades, las distracciones y mi aparente apatía lectora han hecho que en los últimos tres meses haya dejado dos libros a la mitad y solo me haya leído enteros otros tres más bien cortitos. También he picoteado de media docena de antologías de poesía, pero eso es otro tema del que otro día daré cuenta.

El libro que me acabo de terminar se llama Los Nenes (2008), y es obra del chileno Patricio Fernández. Yo no conocía al autor ni al libro, pero su título me llamó poderosamente la atención. “Los nenes”. En mi provincia a los niños se les llama “chavales”, en la de la izquierda, “chiquillos”. En la de arriba de la de la izquierda se les llama “muchachos” y en la de la derecha se les llama “nenes”. Si sois dialectólogos ya os he dicho dónde vivo. Pero estos Nenes a los que el título del libro hace referencia no son precisamente niños chicos. Se trata más bien de una pandilla de cuarentones que se juntan para rememorar su vida en común y continuar, a base de comilonas, quedadas y tertulias los vínculos que los unen.


La trama del libro es sencilla: en el año en que se detuvo a Pinochet (1998), el narrador (un tal Patricio Fernández) evoca un viaje a Buenos Aires al que fue en compañía de un amigo que iba allí en busca de un antiguo amor, con la vaga esperanza de reavivar la llama. El encuentro no es como se esperaba, y trae consecuencias que el narrador nos va desgranando, hasta el punto de convertirse de testigo del asunto en un actor más. Paralelamente, hay otra “historia” que se nos presenta entrelazada: en el año en que murió Pinochet (2006), la pandilla de Patricio Fernández se reúne, habla, bebe, come, bebe, se insulta, escucha discos de los Rolling Stones, habla de literatura, bebe, cocina, bebe, bebe…

Lo sé, la trama es más floja que la de un episodio de Scooby-Doo, y aparentemente poquísimo interesante. ¿Ayuda algo si digo que la pandilla de Nenes a cuyas comilonas/bebilonas somos invitados son todos escritores, editores, artistas, pintores y culturetas pedantes? Y sin embargo, el libro se lee como el agua, amigos, por una bonita magia que creo que hago bien en denominar “literatura”. Un tema nada interesante, una historia ramplona, pero… una exquisita manera de contar, un divertidísimo empleo del lenguaje y una serie de intuiciones (deslizadas como opiniones del narrador) que resultan de lo más instructivas.


El libro, claro, va más allá de la superficie anecdotaria. La horquilla de tiempo en que se desarrolla (1998-2006) marca el fin de Pinochet, una figura que para bien o para mal es el sello de una importante etapa de la historia reciente de Chile. Los chilenos, adivino, sabrán extraer de este libro muchísimo más jugo, y encontrar en él claves asaz cercanas. Pero el libro, con poder ser leído como una especie de “examen de conciencia” de una generación intelectual izquierdista chilena, no peca de específico o localista. Al contrario, se lee estupendamente como un canto a la amistad, una acertada descripción de las relaciones de grupo, y también encierra valiosas perlas de sabiduría acerca del amor. En este sentido, la ágil, desenfadada pero nunca “canalla” prosa de Patricio Fernández resulta crucial para el éxito de Los Nenes como experiencia de lectura.

Curiosamente, el autor tenía 4 años cuando dio el golpe Pinochet, por lo que su ejercicio de memoria histórica no es el acostumbrado. Nada de Plaza de la Moneda, Víctor Jara o el Estadio Nacional aquí. Hay un personaje algo mayor, un escritor izquierdista que vive como un millonario (como buen escritor izquierdista) que sí encarna la voz de esa generación. La del golpe, la del exilio, la del dolor, la de los atropellos… pero incluso este personaje presenta una visión ecuánime, es capaz de reírse del izquierdismo revolucionario de los años 60 y 70 (tomando distancia irónica) y es el único que va a la capilla ardiente de Pinochet para ver su fiambre en persona. Va medio de incógnito, y lleno de vergüenza, pero acude allí al fin y al cabo, dice que para cerciorarse de que el pavo estaba muerto de veras.


Como Chile me cae de lejos, para mí el país representa solo un territorio mítico al que viajó mi padre cuando yo tenía cinco años, y escuché muchas historias (por cierto, que me trajo de allí una pistola de juguete cojonuda que a mí me daba reparo utilizar por provenir de Chile, la dictadura, ya sabéis…). Pero extrapolo esta novela, una historia de transición política, de trincheras ideológicas, de memoria histórica, a nuestra realidad española. Ojalá pudiera existir en España un libro tan bien escrito sobre temas tan sensibles, comprometido (el autor es decididamente de izquierdas) pero sin destilar la mala baba de un doberman propia de todos los columnistas de –digamos- El País. Solo un libro bueno, escrito con honestidad y brillantez, que por una vez no sea un panfleto, aunque le busque las cosquillas al pasado trágico.

jueves, 15 de enero de 2009

El grito


“Desaparecía, volvía a asomarse… y daba un gritito antes de marcharse”
-Canción infantil



Ya el buen Grillo Solitario nos dejó una gran verdad sin él saberlo hace unas semanas en su post “Flora y fauna”, en el que podía verse un corto protagonizado por dos canis sevillanos (especie única). Aparte de las muchas perlas que decían los actores, lo que más me fascinó de aquel vídeo fue cómo decían las cosas, y las decían a gritos. “Morir, dormir, no más” –decía el príncipe Hamlet, igualando así ambas acciones. Hablar, gritar, podríamos decir nosotros ahora, porque constato con consternación que la distinción entre ambos verbos ya va camino de desaparecer.

Veo en la peli Hollywood: Departamento de homicidios (2003) un homenaje a la escena final de Un tranvía llamado deseo (1947). Aquí Josh Hartnett hace de Kowalski, quien al final de la obra grita desgarradoramente el nombre de su mujer: “¡Estelaaaaaaaaaaa!”. Este grito o chillido (según se prefiera) comporta una enormísima carga dramática, y resulta tan eficaz porque el volumen elevado de la voz se opone al volumen normal de la conversación. ¿Pero qué ocurre cuando todo el mundo habla a gritos todo el tiempo? Mi madre diría que es porque andamos medio sordos por culpa de los iPods. Lo único cierto es que la gente grita, grita todo el tiempo cada vez más. Y yo cada vez lo aguanto menos.


Llamadlo “síndrome Gran Hermano” o retórica de la faringitis, pero la gente grita y además se cree que mientras más volumen le pongan a la cosa más razón van a tener. Hay otros signos (lenguaje no verbal, lo llaman), que si erguir la postura, apretar los puños, poner cara de asco… pero la verdadera cifra de la argumentación Neanderthal reside en el altísimo tono de voz.

Sin embargo, los que gritan más para tener más razón, a falta de oratoria, ideas o argumentos, aún tratan de imponerse, de explicar algo. Mi “favorito” con diferencia, empero, es el alarido acompañado de exabrupto, lo que los puristas gustamos en llamar “el grito por el grito”. En esto, mis paisanos de Cosica son unos maestros, y en el gimnasio encontramos ya a verdaderos gourmets del chillido. Un ejemplo. Un joven está jugando al ping pong, falla un punto y exclama a más decibelios de los que me gustaría admitir: “UUUAAAOOAAEEEIRRRRGGGGGGHHHHHHHOOOWWWWWWMMMM!!!!!” Y ya está dicho todo, solo que no está dicho nada y al resto de la concurrencia continúan pitándonos los oídos. Otro grito “pata negra” es el que yo llamo el grito nervioso, proferido sin motivo aparente, solo porque hacía ya demasiado tiempo que nadie gritaba.


¡Qué agradable es un grito bien dado, verdad? Yo es que antes de las ocho de la mañana no soy persona si no escucho alguno. Y ojito, aquí no hay sexismo que valga. Las mujeres son muy principales en el arte de chillar, sus tremendos alaridos de rata (sorpresa, rabia, asco, alegría, hambre, cansancio, aburrimiento, diversión, histeria…) me resultan especialmente sabrosos. Y el grito es un arte expansivo, diríase que generoso. El que grita o la que grita no se lo guardan para sí: lo comparten con todos los presentes, conocidos o no: ahí radica su belleza.

El buen (y pedante) Jorge Luis Borges tenía un poema en que se preguntaba por qué gritan tanto los españoles. El genial poeta León Felipe -uno que por cierto era mucho de nombrar a Hamlet- le tapó la boca en otro genial poema explicando, con muchísima retranca, que los españoles gritábamos porque habíamos tenido que alzar nuestra voz para ser oídos bien en tres ocasiones. La primera, cuando nuestros compatriotas fueron a América, la descubrieron, exploraron y colonizaron. La segunda vez fue cuando el Quijote recorrió la seca llanura manchega y tuvo que hacerse oír en el páramo. La tercera vez –según León Felipe- fue por el grito de desgarro que nos provocó a los españoles la terrible lucha fratricida de la Guerra Civil.


Si León Felipe volviera de su tumba, a buen seguro añadiría otra estrofa diciendo que la cuarta vez que los españoles nos hemos visto obligados a gritar ha sido a comienzos del siglo XXI, por la prosaica razón de que el resto de los españoles ya estaban hablando a gritos.

miércoles, 14 de enero de 2009

Pasatiempos cosiqueses


¿Qué te pasa, Porerror, ya no lees? ¿Te has adocenado con los pasatiempos rurales? Un respeto, señora, que aquí en Cosica hay un mundillo literario que echa para atrás. Ya he trabado contacto con un novelista y con un poeta (no son de aquí, pero…), el otro día en el gimnasio escuché a unos pavos discutiendo sobre una obra de teatro que están montando, y el mes pasado hubo una exposición sobre García Lorca que me perdí porque solo vi los carteles a toro pasado.

También me han dicho por aquí que Gloria Fuertes es una autora especialmente querida entre la juventud del pueblo (por algún motivo). Pero no nos engañemos, la literatura no es mi ocupación principal en Cosica, aparte del trabajo la mayor parte de mi tiempo libre lo empleo en ver crecer la hierba o en observar cómo les salen motitas negras a los plátanos. Ahora la bendita niebla nos ofrece muchísimas oportunidades: jugar al escondite conmigo mismo, hacer Morse con los faros antiniebla de mi Toyota (delanteros y traseros, ¿eh?), imaginarme que estoy en Londres (esto lo abandoné la segunda vez que entré en el supermercado El Jamón fingiendo que era Sainsbury’s y la cajera no me entendió cuando le hablé en inglés).


Hoy, amigos, caigo aún más bajo. El telediario de Antena 3 no surte en mí el efecto hipnótico de antaño. Ver llover (qué gran pasatiempo, sobre todo cuando uno tiene ropa tendida) ya no me satisface como hogaño. Hoy, con la mayor naturalidad, he dicho que a una invitación a ir a casa de un compañero a ver por la tele un partido de fútbol. Me sé la teórica: lo de menos es el partido, lo importante es el ambientillo, la comida, el picoteo, la charla… mentira!!! He visto algunos partidos con colegas y, como sean mínimamente aficionados al futbolismo, despídase usted de cualquier conversación coherente al menos durante 90 minutos. Lo importante es el fútbol porque si no, el ambientillo, la comida, el picoteo, la charla y todo eso están infinitamente mejor sin un aburrido partido de fútbol de fondo, para eso mejor poner música o ver, qué sé yo… Barbarella (1968).

En ciertas ocasiones del año pasado vi un par de partidos de fútbol del Eurocopismo y me lo llegué a pasar bien. Gracias a la pizza en un caso, a la coca-cola zero en el otro. Durante ambos partidos pasé una sustancial porción del tiempo de juego mirando las paredes/el techo. Pero hoy cuando la invitación a ver fútbol ha llegado a mis oídos, me ha sonado a música celestial. ¡Allá voy! Solo una reticencia me quedaba in the back of my mind: ¿habrá en casa de mi amigo suficiente número de radiadores?


Tranquilos, que sigo leyendo, poquito porque hay poquitas horas de luz y porque no he tenido la suerte de enganchar buenos libros en los últimos dos meses (he dejado dos a la mitad), sigo culturetizándome y tragando bastante tele. Todo por vosotros, para escribiros el post vuestro de cada día. Y quizá un poco también para no volverme loco.

Probablemente mañana comentéis en el trabajo o donde sea el resultado del partido de Copa del Rey Barcelona-At. Madrid, y si lo hacéis, pensad que, por esta vez, yo también vi ese partido por error.

martes, 13 de enero de 2009

De feminismo, psicodelia y brajas


Tita Cervera vuelve a estar en el candelabro, por motivos de que duda de su abuelidad. Las revistas del corazonismo están dando cumplidísima cuenta de todo este embrollo, aquí solo lo saco a relucir por habernos sacado a relucir a la ex Miss, cazafortunas y mecenas del arte, reciente Baronesa Thyssen. En noviembre del 2007 vi, como mucha gente, el décimo episodio de Muchachada Nui, presentado por Tita Cervera. Me reí mucho, como siempre, pero confieso que hubo tal cúmulo de bizarradas que la cosa me venía un poco grande. ¿Rayo positrónico? ¿Un ángel ciego? ¿Una astronauta que quiere follisquear con todo el mundo? Definitivamente, pensé, a Joaquín Reyes & cía. se les ha ido el perolo.

¡Amigos! En mi inocencia e ignorancia desconocía que todo el asunto era una parodia de la famosísima película de ciencia ficción picante Barbarella, dirigida en 1968 por Roger Vadim. Esta peli convirtió en mito erótico a Jane Fonda, y contó en su elenco con gente como David Hemmings, Ugo Tognazzi o Marcel Marceau. Yo no la había visto, hasta este 2009, y al verla me fue dado contemplar una de las mayores colecciones de bizarría que mis cansados ojos han tenido el gusto de devorar. ¡La de Dios! Fue empezar a ver Barbarella, desde la secuencia inicial, y reconocer toda la parafernalia del episodio presentado por Tita Cervera, comenzando por la sintonía: “Tita Cervera psicodella…”


Y esa escena que tantas veces había visto homenajeada, una tía quitándose lentamente un traje de astronauta en gravedad cero (en videoclips de Kylie Minogue, Jem, Tita Cervera), también estaba ahí. Y es que he descubierto que la peli Barbarella es el artefacto pop más seminal desde… las gafas de John Lennon. En seguida me entero de que el malo de la película se llama Durand Durand, ¡frenesí!, de ahí sacaron el nombre los Duran Duran, huelga decirlo. Luego hay referencias mil en el mundo del cante: Scott Weyland tuvo un hit llamado “Barbarella”, hace nada y menos la cantante indie canadiense Lights hizo en su vídeo “February Air” otro homenaje a la psicodélica peli, y así podríamos estar hasta mañana dando referencias.

La trama de Barbarella es simple: Una “chica terrícola doble X de cinco estrellas navigatrix” (o algo así) recibe el encargo del Presidente de la Tierra de buscar al profesor Durand Durand, ex astronauta, que ha inventado un temible rayo positrónico. Para lograr su misión, Barbarella deberá ir al planeta donde vive escondido Durand, ayudada por un “convertidor idiomático” y una “llave invisible”. Hasta aquí, la parte lógica y coherente. A partir de aquí, el delirio: grotescos hombres transparentes, criaturas de cuero, gigantescos robots “sin materia viva”, ángeles ciegos en pelotas, instrumentos de tortura que dan placer, muñecas asesinas…. Pareciera que el guionista hubiera dicho, en plan cachondeo, “voy a poner aquí todo lo que se me ocurra, a ver si cuela, y como me paguen me descojono”.


Lo malo es que el guión corre a cargo del propio Vadim, Jean-Claude Forest (autor original del cómic francés en que se basó la peli) y de Terry Southern, el escritor contracultural, supuesto inventor del Nuevo Periodismo. No es de extrañar, conocido este último dato, que la mayor peculiaridad del personaje Barbarella sea su galopante ninfomanía. En sus guiones y novelas, Southern siempre exhibió una especie de obsesión sexual, ahí está Candy (1958, 68 la película), supuesto homenaje a Cándido de Voltaire, con una prota que solo hacía que follar. Barbarella es Candy en el espacio exterior en vez de en un hospital.

Pero gracias a este dato erótico-festivo podemos llegar a una lectura de Barbarella que iría más allá de la mera anécdota bizarra. Barbarella, una producción de culto, fracaso de crítica y público que sin embargo ha alcanzado un estatus gigantesco en el imaginario pop. ¿Por qué? Me atrevería a aventurar dos interpretaciones, por supuesto que abiertas a crítica pero creo que válidas. Por un lado, Barbarella puede leerse como una fábula feminista, en el sentido de que sí, la prota es una buscona de fácil llegada al catre, aparentemente tonta, pero si nos fijamos bien, la pava solo se encama con quien ella decide, y por muy tontaca que parezca, al final consigue su objetivo. En ese sentido, Barbarella utiliza su evidente atractivo sexual en forma de poder sobre los hombres para manipularlos y alterar el universo que la rodea en beneficio propio. Algunas feministas censurarían este uso explotativo del sexo femenino, pero, si nos pasamos al punto de vista post-feminista, ¿quién explota a quién en realidad? Pensadlo.


Por otro lado, me aventuraría a reinterpretar Barbarella como una versión libre de El corazón de las tinieblas (1898) de Joseph Conrad. Así como Apocalypse Now (1976) de Coppola trasladó la historia de Kurtz, el río y “el Horror, el Horror” a la guerra de Vietnam con tremendo acierto, no sé si Roger Vadim tenía en mente hacer algo así aquí, o le salió de chorra. Fijaos bien: Barbarella es una funcionaria (como Marlowe) que debe emprender un viaje de autodescubrimiento (en este caso, ella descubre el sexo penetrativo, prohibido en su sociedad) para encontrar, tratar de convencer y en último caso, neutralizar a su Kurtz particular: el profesor ex astronauta Durand Durand.

En lugar de un barco por el Río Congo, Barbarella se vale de su nave espacial, y cuando al fin encuentra a Durand Durand se lleva la sorpresa de que este está perfectamente integrado en su nueva sociedad y no alberga ni la más mínima intención de regresar a la Tierra. ¿Os suena esto de algo? También hay algo de El mago de Oz en Barbarella, con los personajes “ayudantes” que se encuentra por el camino, y por el juego de identidades secretas del final, que no revelaré.


De acuerdo, Barbarella puede quedarse en una pirotecnia psicodélica, en una ridícula fantasía masculina, muy atractiva visualmente, pero esto no sería Estatuas Verdes si no le buscásemos tres pies al gato, y por eso he querido ver en esta peli un fuerte statement sobre política sexual (onda feminista) y sobre el fin de una era de inocencia (onda Corazón de las tinieblas), temas ambos muy candentes –no lo olvidemos- en el momento de escribirse/rodarse/exhibirse Barbarella: los años 1967 y 68. Y creo que no voy desencaminado en decir esto (igual ya hay setenta tesis doctorales que lo exponen, yo solo soy un chaval con un portátil que vio Barbarella el otro día), dada la apretada agenda política de Ms. Fonda por aquellos años (activismo de izquierdas, anti-Vietnam…), casi tan apretada como los escotes que diseñó para ella en esta peli Paco Rabanne.

 
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