Vivencias polimórficas de un treintañero perplejo.

viernes, 30 de mayo de 2008

Lapido: me lo pido


¿Creéis en la telepatía? Yo tampoco, claro, y sin embargo hoy me ha ocurrido una cosa rayana en lo telepático. Resulta que estaba pensando en mi amigo Olivares, un histórico desde la infancia, preguntándome cómo estaría tras meses sin saber de él. Esta tarde, una vez decidido el tema del post de hoy iba en el coche pensando si sería buena idea nombrar a mi amigo en Estatuas Verdes. En estas llego a mi casa y me encuentro con que el hombre me había llamado dos veces. “Illo, ¿te puedo nombrar en mi blog a propósito de Lapido? Es para hablar de la canción “La vida qué mala es”, tú sabes”.

“¡Coño, claro que sí! Ayer mismo la estuve escuchando…”. Y es que mi colega tenía en la E.G.B. una cinta de varios de sus hermanos en la que venían dos temas que nunca nos cansábamos de escuchar, “Cream” de Prince y el mencionado de 091, grupo que lideró el granadino José Ignacio Lapido. Este Lapido (el nombre va pidiendo continuos juegos de palabras, ¿no os parece?) viene a ser el Neil Young español, algo que se me ha ocurrido hoy mientras revisitaba varios de sus temas para inspirarme para el post. La semejanza viene de que el tipo se mueve en una tradición pop rock de coherencia insobornable (es decir, no se ha vendido). Desgraciadamente, al no haberse vendido, el buen hombre tampoco ha vendido un disco en su puta vida.

El parecido con Neil Young continúa en el plano estilístico: Lapido hace canciones basadas levemente en el rock americano, nunca llega al country ni cae en el mero pop, aunque se pueda pensar al escucharlo (sobre todo sus discos en solitario) que pertenece a la legión del indie pop patrio. Pero incluso si su música de ahora y la del histórico grupo 091 han sido catalogadas como power pop, está claro que Lapido es más un cantautor rockero, a la usanza de Young, Tom Petty o -¿por qué no decirlo?- Quique González y Enrique Urquijo.

Mi romance con la música de Lapido es de última hora, no me voy a poner aquí medallas. Ahora escucho 091 como el que más, pero admito que en su época me parecían unos ruidosos (hasta los Rolling Stones me daban miedo). Su Ladridos del perro mágico (1999) me cogió en una etapa en la que yo no prestaba atención a la música en español, lo escuché en su día y la verdad es que me pareció una horterada (¿en qué estaría yo pensando?). Ha tenido que venir un compañero de trabajo a metérmelo por los ojos y por los oídos (¡ah, la música en el coche!) para que yo me diera cuenta de la calidad de este artista.

Ladridos del perro mágico me parece hoy una obra de arte, con sus medios tiempos de delicioso pop rock. La intro de guitarra del tema “Hablando en sueños” creo que está fabricada directamente en 1966. “Cuando las palabras vuelvan del exilio” nos trae su mejor lírica rockera, y así sucesivamente. En otro tiempo, en otro lugar (2005) es otra cumbre del pop rock español, que además le granjeó la credibilidad indie de la que goza en la actualidad (¿no se coló “La antesala del dolor” en el disco de Lo mejor del 2005 de la snob revista Rockdelux?).


Hace muy poquito que Lapido ha editado un nuevo disco, titulado Cartografía (2008). Una sola escucha me ha bastado para calificarlo como algo fuera de serie. Sus letras han seguido creciendo, inteligentes como pocas en España (como muy pocas) sin caer en el culturetismo. Preciosas melodías y como siempre preponderancia de las guitarras, sean acústicas, eléctricas con o sin distorsión. El tipo tampoco le hace ascos a un buen piano u órgano eléctrico… sobre todos cuando sus medios tiempos rockeros devienen en baladas.

Mi gurú lapidiano, que no se caracteriza por comprarse muchos discos, me comentaba: “Este de Lapido me lo voy a pillar original. No me pesa gastarme el dinero porque sé que es un producto de calidad, independiente, y al tipo este no le voy a piratear el disco”. Dicho y hecho, se fue a la web oficial de Lapido y encargó dos copias, una para él y otra para mí. Qué compra más buena. ¿Mejor disco del año español? Todavía habrá que esperar. De momento, lo que sí es seguro es que mientras Juanes canta eso de “A Dios le pido”, yo seguiré exclamando “Hola, Lapido” y tarareando sus temazos.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Oda al gin tonic



“El gin tonic ha salvado más vidas y mentes de gente inglesa que todos los doctores del país”
(Sir Winston Churchill)




Hoy un amigo me ha hecho una canallada. Me ha recordado el disco Definitely Maybe (1994) de Oasis, y no he tenido más remedio que ir corriendo a escucharlo. En él me he topado con esa enorme canción que es “Supersonic” (si hubiese estadísticas en las cuerdas vocales como las hay en el iTunes, esta saldría sin lugar a dudas entre mis “25 más cantadas”). En “Supersonic” se dice “I’m feeling supersonic, give me gin and tonic”, qué rima, señores, digna de… ¿Gloria Fuertes? Sospecho que los Oasis precisaban de algo más que de un cóctel de tónica y ginebra para ponerse supersónicos, pero valga el tributo lírico a tan humilde aunque noble bebida.

Menos popular que el ron o el whisky con coca-cola, el gin tonic es un combinado al que me doy cuenta de que se llega con la edad, el entendimiento y la prudencia. En otras palabras, es una bebida de gente con criterio. ¿Para puretas, dirán algunos? Pues llámame pureta y échame en un vaso grande un tercio de ginebra y dos de agua tónica, y ponle una rodajita de limón. Desde que bebo (con moderación siempre, ¿eh?) este néctar, jamás me he sentido mal, lo que no puedo decir con otras bebidas espirituosas. Yo era muy de vodka, llegué a tener una dirección de email que era algo así como “Stolichnaya con naranja” pero vi que mis amigos bebían gin tonic, me decidí a probarlo, y hasta ahora.

Mi marca favorita de ginebra es Tanqueray, muchos creen que es porque la nombra Amy Winehouse en su canción “You Know I’m No Good”, pero lo cierto es que la verdadera razón es que me la recomendó un primo de mi novia en su boda. La Bombay Sapphire tampoco es que esté mal, precisamente (hasta Carlos Herrera le dedicó un artículo en El Semanal), y últimamente exigencias del guión me han hecho probar la Gordon’s. Vilipendiado por ello (curiosamente, por gente que no bebe ginebra), constato que esta barata marca está bastante rica y no deja resaca.


La ginebra debe ser algo así como una medicina, lo sabía Curchill y ahí teníamos a esa Reina Madre británica, conservada en ginebra hasta sus últimos días. He leído también que en la época del Imperio Británico se utilizó como remedio contra la malaria (por la quinina del refresco, supongo), lo cual no dudo; de lo que dudo es de la efectividad de dicho remedio. Yo que soy tan de cosas británicas, he llegado tarde a esta bebida, solo superada en el corazón de los ingleses por la cerveza.

No sé qué glamour tendrá o dejará de tener, yo solo constato su presencia en el mundo de la literatura, la música pop, el cine. Valga el ejemplo de la citada canción de Oasis y otras como “El auténtico gin-tonic” de La Costa Brava o “Mi gin tonic” de Andrés Calamaro. Ahí queda para la posteridad la novela Finalmusik (2007), con ese personaje de la professoressa de Semiótica que lo mismo te mezclaba teorías literarias en un libro que un gin tonic cojonudo en el salón de su casa. ¿Pues no hay hasta alguien que tiene un blog llamado Gin Tonic Dream?

La ginebra puede tener pongamos 47º, pero si la servimos así, con su tónica, su limón y su hielo la cosa se queda en unos 11º, según me he documentado. Amigos, esto es prácticamente un vino. No me extraña que entren tan bien los condenados gin tonics. ¿Qué hay mejor que una buena charla entre amigos, relajada, escuchando disquitos y degustando (he aquí la palabra clave) unos gin tonics? Hombre, si además te sacan un Fotogramas o unos muñequitos G.I. Joe para entretenerte, mejor que mejor.


Ahora que todos los juguetacos de nuestra infancia vuelven a estar de moda, y lo más peregrino se considera cool, voy a acabar con una anécdota. El pasado verano, en el indie-festival ContemPOPránea, vi que los puestos del mercadillo vendían broches consistentes en un click de Playmobil con un imperdible a la espalda. Yo le arranqué a mi botella de Tanqueray su botoncito de plasticurrio ese que trae con la letra “T” como si fuera en lacre y me lo pegué a la camiseta. Pues os juro que más de un moderno me paró para felicitarme: “¡Qué chapa más chula!”, “¡Oh, dónde la has comprado?”. La estulticia humana no tiene límites, amigos; para una muestra de genialidad, sin embargo, véase un gin tonic bien servido.

martes, 27 de mayo de 2008

What else?


La advertencia cruzó la sala y cayó en mis oídos sin siquiera una pizca de azúcar. “Todavía estoy esperando ver mi cocina en Internet”. Lo peor de todo es que ella tenía razón.

Esta mañana lo leía en la prensa, la noticia era clara: Nespresso abrirá una boutique en mi ciudad. Inútil postergar el hablar aquí de esto, hoy toca cafelito. Incluso mi amiga cuya máquina fotografié hace más de tres meses para ilustrar el post sobre Nespresso se verá vindicada. Espero que, después de esto, me invite a (más) café.

Desde que conocí el universo Nespresso confieso que he ido retrasando el post porque su enfoque iba variando con cada novedad. Lo primero, hablar del anuncio, mejor que cualquier película de George Clooney. En él se ve a un maduro e interesante actor que malinterpreta la ansiedad de una joven -la maciza de 10.000 (2008), tengo entendido- por acercarse a él como síntoma de nerviosismo ante la presencia de la estrella, cuando lo que la pava desea es tomarse un café. Entonces se obra el milagro, de labios de Clooney: el eslogan que se ha convertido en mi frase más repetida del año. “Nespresso. What else? No existe haiku, poema de e.e. cummings o relato de Monterroso que condense mejor un sentimiento que este eslogan (por cierto, que el cuento más breve del mundo lo escribió Hemingway y no el escritor guatemalteco… investigad, investigad).

Dicen que en una rueda de prensa un periodista preguntó a Clooney por la supuesta incoherencia de, por un lado, protagonizar una peli como Syriana (2005) que da caña a las industrias globales y a los tejemanejes comerciales y, por otro, ser la imagen de una mutinacional como Nestlé (cuya filial es, what else?, Nespresso). Al parecer Clooney fingió no saber que ambas compañías estaban conectadas (él, que lo mismo te hace una campaña para salvar Darfur que conduce un coche eléctrico o insultaba a Charlton Heston), dijo que no jugaba y se levantó de la rueda de prensa. Y es que no se puede ser tan comprometido… ¡ay! Menos mal que a ningún periodista le dio por sacar a relucir los anuncios de vermú blanco (“No Martini? No party!” –otro eslogan para la poesía).





-Mmmh... y también hay Nespresso automáticas.


Volviendo al café, tengo que decir, por ir resumiendo, que el Nespresso me encanta. La semana pasada tuve oportunidad de probarlo dos veces en casa de dos amigos diferentes. La fiebre Nespresso se extiende, las maquinitas se están vendiendo como churros… y no son baratas, ¿eh? Hay doce sabores, y para los que no sepáis cómo va la historia es un mecanismo en el que metes una capsulita (exclusiva, que solo te venden ellos mismos: he aquí el negociazo), echas agua y te sale ese peasso de café muy rico y aromático. En palabras de Tarantino en Pulp Fiction (1994), “no me tienes que decir lo bueno que es el café, me encargo yo de comprarlo”.

Ronda por mi casa el catálogo de Nespresso, se prefigura como un gran regalo de Navidad (las pasadas fiestas fue el regalo estrella… hoy ya lo están dando hasta los bancos). Estoy pensando en adquirir una maquinita, pero claro, para mí solo a lo mejor es demasiado nivel la inversión. También trato de convencer a mi madre para que se compre una y así poder tomar cafelito en su casa.

Veo que con el rollo de la exclusividad, los de Nespresso se han montado un chiringuito de proporciones considerables: que si el café solo se lo puedes comprar a ellos (por rigurosos controles de calidad, dicen los cabrones), que si Club Nespresso, que si patatín o patatán… ¡pero está tan rico! Por lo visto, un problema extra es que una vez usadas, las capsulitas de aluminio no son reciclables, cosa que en países como Suiza ha constituido un tremendo escándalo pero que a mí me la trae absolutamente al pairo.

Para aquellos amigos que tienen la máquina, les recuerdo que mi sabor favorito es el Arpeggio (fuerza 9, acidez 0/3, amargor 3/3: el moradito, sabéis, ¿no?... más que nada por si estabais pensando en hacer un pedido pronto). Yo, que no soy tan gourmet del café como Quentin Tarantino, me permito echarle una mijita de leche y azúcar, con permiso también de George Clooney, who else?

Canción vs. disco


Ayer me pasó mi novia veintidós discos de diferentes artistas en formato mp3. Había de todo: Duffy, Drive-By Truckers, Gary Louris, The Ting Tings, Hot Chip, The Pigeon Detectives, YELLE… Casualmente yo a ella le pasé otro CD con quince álbumes, de Bronco Bullfrog, Lapido, Michael Shelley, Martin Luther Lennon, Iván Ferreiro… Lo gracioso del tema es que las novedades que me pasó mi novia constituyen como quien dice “lo último” de abril y mayo, hubo otros megaCDs antes este año y habrá más después.

Tal avalancha de música y durante las últimas 24 horas solo he escuchado (compulsivamente) una única canción, el “American Boy” de Estelle featuring Kanye West. Si queréis saber cómo se factura un single perfecto de pop negro (número uno en UK tras Duffy y antes que Madonna) id a YouTube y ved el videoclip, caso de que no lo hayáis hecho ya. ¿A dónde quiero ir a parar? Pues que por mucho que aumente el volumen de descarga, almacenamiento y reproducción de música, con interminables listas de archivos mp3 (Gigas y Gigas y Gigas), al final la música se reduce a lo de siempre: canciones.

No pretendo que me den el Nobel de Perogrullo por la aseveración anterior, solo es mi manera de constatar que el advenimiento del formato mp3, o .wav, etc, en mi caso ha redundado en una vuelta atrás. Amenazado por tan ingente cantidad de álbumes como no tendré tiempo de escuchar, al final siempre acabo refugiándome en las canciones sueltas que me llaman la atención. Nunca he sido muy forofo de esas “discografías completas” que la gente se descarga de Internet y luego te pasa en un archivo comprimido. Para empezar, nunca son de verdad “completas” y además me parece que atentan contra todo lo bueno que tiene la afición por la música.

Ahí tengo sin escuchar las “discografías” de Deep Purple, Iron Maiden o Metallica, pero me da una pereza enorme adentrarme en ellas. Al menos, en ese formato. Yo soy más de discos sueltos, de LPs si queréis, y en el fondo de simples singles o canciones. Hay estilos que directamente requieren del formato canción para su disfrute, caso de la psicodelia o el Britpop, donde el 90% de los álbumes completos son inescuchables. En otros estilos como el rock and roll pionero y la copla española los discos son, en su mayoría, entelequias armadas por los sellos discográficos para aglutinar singles de éxito.

Con la popularización del CD parece como si el ataque de álbumes enteros se hubiese facilitado (“te presto tal o cual disco, te cabe en un bolsillo del pantalón”), los singles dejaron de venderse como antes. Pero la hegemonía del mp3 y sus múltiples posibilidades de difusión (ordenadores, iPods, teléfonos móviles…) ha hecho que el single o canción destacada cobre un nuevo protagonismo. Las ventas de singles descargados legalmente superan ya en importancia económica a las de los discos sencillos en soporte físico. Tanto es así que en UK hace mucho que se creó una lista de éxitos de descargas, y para saber qué canción es número uno no se pregunta a las tiendas de discos sino a las páginas web.

Recuerdo cuando me aficioné a la música, con catorce o quince años. Las canciones había que irlas paladeando de a poquito, me grababan una cinta de los Beatles y a lo mejor cada día me atrevía a escuchar una, que me saciaba completamente. Conocías “Bohemian Rapsody” y eso te daba para merendar un par de meses. Ahora sin embargo me pasan veintidós discos y me quedo igual, voy haciendo doble click en ciertos temas clave, los que más me llaman la atención. El resto sé que lo tengo, y así me quedo tranquilo.

Antes con tu Walkman o Discman te ibas de paseo y te comprometías a escuchar una cinta o un CD enteros. Era lo lógico. Ahora vas con el iPod en modo shuffle (aleatorio) y te parece que estás enchufado a una juke box de esas donde te ponen tus canciones favoritas. Saboreando las canciones una a una. La estadística no miente, amigos, yo mismo me he sorprendido al mirar cuáles son “Las 25 más escuchadas” según el programa iTunes de mi ordenador. Comparto con vosotros las diez primeras, para no aburriros:

1. I Am the Cosmos –CHRIS BELL
2. Romance de la pena negra –FITO PÁEZ
3. Naturaleza sangre –FITO PÁEZ
4. Canzone –ADRIANO CELENTANO
5. Thirteen –BIG STAR
6. Attends ou va-t’en –FRANCE GALL
7. Girlfriend –MATTHEW SWEET
8. What’s Going On? –THE DETROIT COBRAS
9. Chick Habit –APRIL MARCH
10. Precious to Me –PHIL SEYMOUR

domingo, 25 de mayo de 2008

Eurovisión: fin del chiste


Por petición popular, me decido a escribir sobre Eurovisión ahora que el vendaval ya ha pasado. Estatuas Verdes siempre un paso por detrás de la actualidad. Lo cierto es que lo he ido posponiendo porque el tema me daba un poco de perezona, en principio a ver cuál era el candidato, luego con la fama exagerada que ha cogido Chikilicuatre… a propósito de la significación del festival… Para bien o para mal, los hechos son estos: el festival se ha celebrado, España no ha ganado (ha quedado en el puesto 16 de 25) y Buenafuente, Chikilicuatre y Cía. Se lo están llevando calentito.

Si os digo la verdad, el debate sobre la idoneidad o no de Rodolfo Chikilicuatre como digno representante de España en el festival de la canción me la trae un pelín al pairo. Yo hubiese preferido que fuera La Casa Azul, más que nada porque soy fan del “grupo” (en realidad es un nota solo) desde hace años, aunque el tema que postularon (“La revolución sexual”) me parecía de lo más flojete. Supongo que ni Rodolfo ni La Casa Azul podrían quedar peor que Las Ketchup el año pasado.

Entiendo la postura (minoritaria) de los eurofans de toda la vida que se han indignado ante el hecho de que el representante español fuera un caricato friki haciendo burla del concurso. Pero hay que recordar que el candidato este año salía por votación, y en estos democráticos tiempos que corren el más votado es quien se lleva el gato al agua (salvo en el ayuntamiento de mi ciudad, donde es alcalde quien perdió las últimas elecciones). Entiendo que la gente que todavía se toma en serio Eurovisión y lo sigue, lo vive y lo goza (haberlos haylos) piense que “El chiki chiki” no era una buena opción.

También entiendo la postura mayoritaria, la de los que se regocijaban pensando en que la broma del perreo iba a acudir a Belgrado. Entre estos los había perversos, quienes decían que Rodolfo Chikilicuatre era un perfecto ejemplar de la España actual (en plan “tenemos lo que nos merecemos”). Muchos han querido ver en esta participación de “El chiki chiki” una sofisticada broma postmoderna, cojones, incluso el gran maestro Risto Mejide llegó a decir que hoy día a Eurovisión solo se podía acudir en plan de coña.

A mí, que soy dado a las frikadas y al cachondeo cuanto más mejor, Rodolfo Chikilicuatre me hacía un poco de gracia. “Ni mucho ni poco ni para comerse el coco”, citando a Hombres G. Ni le tengo manía ni me parece lo más gracioso desde el sketch del vaso de agua de Tip y Coll. Considero que como broma estaba ingenioso, y tal vez si no hubiese trascendido del programa de Buenafuente yo lo hubiese apreciado mejor, en su justa medida, como me pasó con el Neng. Su sobre-exposición a los medios (dado que ni personaje ni canción me volvían loco) me llevó al hastío, igual que la de un anuncio de ING Direct.

Dicen que Eurovisión está acabado, que es una horterada (totalmente de acuerdo, ¿y…?) y que ya ningún país se lo toma en serio. A lo mejor nosotros no, ni Irlanda, Francia y otros. Es comprensible pensar así, ya que cuando fuimos “en serio” nos comimos una mierda (véase Rosa, Beth, Ramón, Son de Sol, etc, etc, etc…). Que Eurovisión no es cosa seria id a contárselo al Dima Bilan ruso ese que ganó ayer, o a todos los que pagaron anoche por votar desde Rusia, Ucrania, Letonia, Azerbaiján y resto de repúblicas exsoviéticas. Para estos países, Eurovisión sigue siendo algo grande (a lo mejor es porque no están tan de vuelta como nosotros), y si mandan un friki o una maciza no es para reírse sino para ganar (cuidado con Ucrania, llevan dos años quedando en el segundo puesto).

Dejo el análisis de la jornada de ayer a mentes tan preclaras como Juan Adriansens, Boris Izaguirre o Ramoncín, para mí el festival fue una excusa para reírme un rato y reunirme con amigos. Está claro que algo tenía el Chikilicuatre cuando puso de acuerdo a Uribarri y a Raffaella Carrá en que la canción era un bodrio (aunque ayer ambos se esforzasen en aparentar lo contrario). Un colega mío lo clavó durante las votaciones: “Al final dará igual cómo quede España –si quedamos los últimos, Europa no nos ha comprendido; si ganamos, la liamos; y si quedamos a mitad de la tabla, nos habremos reído de todos y aún mejoraremos la clasificación de los últimos años”.

A todo esto, media España estaba anoche bebiendo cerveza, viendo la tele y enviando ese-eme-eses. Andreu Buenafuente, los autores del tema y todos los implicados en la explotación económica del Chikilicuatre estaban, además, llevándose el taco. El gran chiste de Eurovisión de este año, amigo, ha sido a costa tuya.

viernes, 23 de mayo de 2008

Frenesí Boris Vian


Llevo una temporada de escuchar jazz que me salgo, y esta música me hace volver a un alma atormentada. Nombre del personaje: Boris Vian. Este hombre no inventó el chicle pero poco le faltó: fue ingeniero, inventor, anarquista, poeta, novelista, dramaturgo, letrista de canciones, actor, cantante, crítico de jazz, trompetista y “Sátrapa” del Colegio de ‘Patafísica. Lo más fuerte es que murió en 1959, cuando solo contaba 39 años de edad. Precisamente murió de un infarto por la indignación que le produjo el estreno de la película Escupiré sobre vuestra tumba, adaptación de su novela homónima de 1946.

Recuerdo la primera vez que oí hablar de este artista, fue en la película de Almodóvar Todo sobre mi madre (1999). En ella, el personaje de Cecilia Roth le explicaba a su hijo una foto del padre en que se le veía en un teatro. “Hacíamos un espectáculo sobre textos de Boris Vian: cabaret para intelectuales” (dejad de gritarme, sí, me sé la peli de memoria). ¿Boris Vian? Entonces Internet no era como ahora, y yo me quedé sin saber quién era (francamente pensé que sería un travesti o algún friki underground admirado por Almodóvar).

Años después vi que había libros suyos en las tiendas, novelas, poemarios… supe que los leían gente interesante (determinados amigos, determinadas señoritas) pero nunca me dio por Vian a mí. Hasta que en febrero de este año, una profe de francés a la que pedí me recomendara un libro me saltó con La espuma de los días (1946) de Boris Vian. Con ese título, ¿quién se negaba? Me lo compré, me lo leí y me encantó, tanto que lo he regalado un par de veces desde entonces. Luego cayó El lobo-hombre (cuentos, 1945-52), donde descubrí aquello de “Lobo-hombre en París” que ya os referí.

Para entonces Boris Vian ya era una fuerza omnipresente en mi vida. Celebrities, hoy: Boris Viaaan. ¡Vian! Mis primas empezaron a regalarse libros suyos, compañeros de trabajo veteranos me hablaban de haberlo leído con mi edad (“La juventud, no leáis esas cosas, que es peligroso”). Otra compañera de trabajo me ha pasado un disco con temas suyos interpretados por él mismo (Boris Vian chante Boris Vian, 1998)… más un libro de letras de sus canciones (Chansons, 1988) -si no, cualquiera las entiende. Aún tengo pendiente otro CD, Boris Vian et ses interpretes (2005), en el que sus coplas las canta gente como Nana Mouskouri, Joan Baez, Maurice Chevalier o Yves Montand.

La semana pasada me fui a una librería en plan yonqui: “Déme todos los libros de Boris Vian que tenga, y rapidito…”. Por desgracia, dos de los tres que tenían ya me los había leído. El otro era la novela El arrancacorazones (1953), que me compré y me zampé en seis días, quitándole horas al sueño y al trabajo (ahora que no nos oye nadie). Este puede que sea el libro de Vian que más me ha impactado por el momento. Todos son una mezcla de humor absurdo (sección surrealista) y existencialismo, pero aquí se alcanza ya el paroxismo con la narración de un combate público de boxeo entre un sofisticado cura de pueblo y su sacristán, que no es otro que el mismísimo Satanás.

Hoy he vuelto a la librería (a tres de mi barrio he ido) con la esperanza de encontrar La hierba roja (1950), que me recomendó El Nota a propósito del jazz (Vian era un gran amante del mundo del cine negro y el jazz norteamericano, escribió mucho sobre el tema). No lo tenían, igual que tampoco tenían Las hormigas (1949), otro supuesto prodigio. Pero sí estaba El otoño en Pekín (1947), y al verlo me he acordado de que este título ya me lo recomendó un amigo hace muchísimo tiempo. Me lo he llevado y voy por la página 30, ya os diré qué tal.

Si el 2007 fue mi año Roberto Bolaño, está claro que este 2008 se está consagrando como el de Boris Vian. ¿Quién puede resistirse a un autor que, a ritmo de jazz, se inventa una región llamada “Exopotamia”? Cierro con una cita (casi) al azar de El otoño en Pekín, que bien podría aplicarse al conjunto de la obra de Vian: “…y todo esto, que parecía anormal, sin embargo lo era”.

jueves, 22 de mayo de 2008

Expediente Indy


"No son aliens: son seres interdimensionales"
-Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal


He ido muchas veces a un cine (antiguo teatro reformado) que hay en el centro de mi ciudad. Solo tiene una sala, y le tengo mucho cariño porque ahí fue donde acudí por primera vez al cine solo (sin mayores), para ver Batman (1990). Nunca en mi vida lo había visto a rebosar de gente, pero hoy se ha obrado el milagro. ¿Motivo? El esperadísimo estreno de la última aventura de Indiana Jones.

Ya os dije que en Estatuas Verdes la estaba esperando como agua de 22 de mayo, y la verdad es que he hecho bien en plantarme en la taquilla una hora antes de empezar la peli. Aun así, me han dado una mierda de asientos, si no llego a ir antes me quedo sin verla, tal era la cantidad de peña que había. Os preguntaréis por qué llevo dos párrafos y todavía no he dicho nada acerca de la peli en sí… ¿acaso no es obvio?

Creo que la mejor crítica la ha hecho uno que al salir del cine ha dicho: “Lo que más me ha gustado ha sido el tráiler de La Momia 3 que nos han jincado antes”. Lo digo con pena y con un sentimiento agridulce: Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008) es un despropósito de principio a fin. Bueno, de principio no. Al estar ambientada en 1957 hace que aparezcan muchas cositas “de época” (con deciros que eso me ha parecido lo mejor de la peli), y por tanto la historia comienza con una canción de Elvis Presley.

Ojalá hubiese sido dos horas de Elvis Presley cantando, porque lo que me he encontrado es una esquemática fantasía arqueológico-ufóloga de la mano de los creadores de Star Wars (1977), E.T. (1981) y Encuentros en la tercera fase (1977). El hecho de que la peli esté dirigida por el mismo señor que dirigió En busca del arca perdida (1981), un tal Spielberg, parece que resulta aquí –por algún motivo- completamente irrelevante.

Como he dicho, lo más logrado de la peli es la ambientación en los años cincuenta, con el contexto de la Caza de Brujas, paranoia anticomunista y la Guerra Fría muy hábilmente imbricados en la trama. El paso del tiempo es una constante también, (alusiones a la edad de Indy, bromas sobre su capacidad física…) y el esfuerzo por ambientar la peli es, ya digo, notable. De hecho, no falta ningún tópico de los 50: el rock and roll (Elvis, Everly Brothers, Bobby Day…), manifestaciones anticomunistas, ensayos nucleares, los cochazos, las chaquetas de atleta con su letra bordada, los tupés, incluso el personaje que encarna Shia LaBeouf (una especie de “chico malo”) aparece caracterizado como Marlon Brando en Salvaje (1953).


Por otra parte, al ser esta la cuarta parte de una trilogía que creíamos extinta pero que mantiene muchísimos seguidores a base de una mística y una estética (sombrero, látigo, miedo a las serpientes…), se nota un exageradísimo esfuerzo por enlazar El reino de la calavera de cristal con las anteriores entregas (canónicas) de la franquicia Indiana. Y aquí es donde surgen los guiños: una foto enmarcada de Sean Connery por aquí, una estatua del difunto Marcus Brody por allá, un vistazo al asa dorada del “arca perdida”… que sí, cojones, que queda claro que es una auténtica peli de Indiana Jones, por eso hemos venido a verla.

Detecto esta tendencia en otras franquicias, caso de la nueva trilogía de Star Wars o en John Rambo… yo solo espero que a Coppola no le dé por rodar un Padrino 4. En El reino de la calavera…etc… se llega al extremo de rescatar a la sonriente Karen Allen en el papel de Marion (la novia de Indiana en El arca perdida). ¿Por qué sonríe tanto? Sospechamos que es de pensar que no se ha visto en otra: a saber desde cuándo no hacía la tipa esta una peli de serie A como Dios manda. También puede que sonría porque el humor está muy presente, como buena peli de la saga, hasta el punto de que los malos no disparan hasta dejar al Dr. Jones un momentito para decir sus gracias.

Como sé que la vais a ir a ver, no os cuento nada del argumento, solo os pido que recordéis un concepto cuando estéis ante la pantalla: “frigorífico”. Por lo demás, el personaje más interesante de la peli es la malvada Irina Spalko, que interpreta la tremenda Cate Blanchett. Esta mujer donde pone el ojo pone el arte, y próximamente le dedicaré un post. En cuanto a la historia y las aventuras… nada que no hayamos visto ya en La búsqueda I (2004) y II (2007) o en el cómic de Spirou El hombre que no quería morir (2005). Ah, y también sale John Hurt, en su mejor papel desde... Los crímenes de Oxford.

Definitivamente, o Indiana Jones o yo nos hemos hecho demasiado viejos para este tipo de pelis.

Palabra de rock (Te alabamos, Señor)

¿La Movida o La Familia Monster?... ¡Correkchou!


Jugando en la Play 2 al Singstar versión “La edad de oro del pop español”, un colega me comenta: “Qué letra más mala tiene está canción”. Se refería nada menos que a “El calor del amor en un bar” de Gabinete Caligari (1986), una de mis favoritas de todos los tiempos. A mí siempre me ha parecido que la letra de ese tema es especialmente buena, tanto es así que en Estados Unidos se la hacía leer a mis alumnos universitarios de clase de español. Me parece una agudísima radiografía castiza de un momento (el amanecer tras una noche de juerga) y un lugar (un bar… de Madrid, para más I.N.R.I.).

Como argumento de autoridad, le digo a mi colega, “Pero tío, ¿qué dices? ¡Si esa letra figura hasta en el libro Palabra de rock, es una de las mejores de Jaime Urrutia!” Entonces caigo en la cuenta de que todavía no he hablado de este libro en Estatuas Verdes. Palabra de rock: Antología de letristas españoles (2008) es una obra editada por Silvia Grijalba , escritora, estudiosa de la poesía rock y autora de canciones ella misma. Recuerdo que leí sobre la aparición del libro y me interesó: me lo compré enseguida.

La prensa decía que Palabra de rock venía a paliar la criminal ausencia de obras de este tipo en España, y estoy completamente de acuerdo. Como bien dice la editora, “la letra de canción es un género en sí mismo” (muy desatendido en España, por cierto), y por tanto no debe confundirse con otros géneros literarios con los que está emparentada, como el relato breve y la poesía (algo que ya se dijo en este blog). También decía en su prólogo Silvia Grijalba que dictaminar “si Dylan es mejor poeta que Gamoneda” es un debate estéril y chorra. A cada uno lo suyo, y aunque haya permeabilidad (Borges escribió tangos, Luis Alberto de Cuenca letras para La Orquesta Mondragón y Jim Morrison poesía seria… ji, ji, ji…) ambos mundos no son lo mismo.

Hasta aquí las coincidencias con la editora/antóloga del libro. Supongo que cualquier fan de la música rock podría perfectamente realizar su propia selección de lo que considera “los mejores textos de canciones de rock españolas” (la acotación es importante, porque el criterio deja fuera a Serrat, Sabina, Calamaro, Spinetta o Manolo García). El truco está en que la selección que aquí nos presenta doña Silvia Grijalba a mí personalmente me parece un despropósito. Lo bueno que tiene es que está razonada (justificada, diría yo), no es arbitraria, pero a mí no me vale. Pero claro, el libro lo ha hecho ella y no yo.

Resultaría tedioso listar la nómina de “letristas” (the preferred nomenclature, no “autores”, “compositores” o “poetas”) del libro, pero citaré algunos ejemplos para ilustrar mi caso. Aparecen indiscutibles como Kiko Veneno (¿era rockero?), Robe Iniesta (el de Extremoduro) o Santiago Auserón (de Radio Futura, Juan Perro y más). El problema es que las canciones antologadas no me parecen ni las mejores ni las más representativas, de acuerdo con los criterios literarios explicitados por la editora. Ejemplo: aparecen nada menos que dos temas del último disco de Kiko Veneno (El hombre invisible, 2005) y ninguno de los álbumes Veneno (1977) o Échate un cantecito (1992).


De la nueva hornada tenemos a nombres tan dispares como Nacho Vegas, Astrud o Pauline en la Playa (no es coña). No hay canciones de Nosoträsh, La Costa Brava, la buena vida o Los Planetas (aceptamos “barco”). Entiendo que esto no es un combate de preferencias (¿por qué Chucho sí y Sr. Chinarro no?, etc), cada cual tendrá las suyas, pero no dejan de ser fascinantes determinadas presencias y ausencias en una antología que –diga lo que diga- al final da a las letras de canciones el tratamiento estándar de los poemas.

Lo que para mí constituye un escándalo de juzgado de guardia es la hipertrofia de canciones de la “Movida” antologadas en el libro. ¿De verdad fue un fenómeno de tal calado cultural? Aun concediendo la importancia de ciertas canciones en el imaginario colectivo de ciertas personas, Palabra de rock deja en la calle a Nacho Canut, Carlos Berlanga o Vainica Doble, pero sí abre las puertas a “figuras” como Sabino Méndez (el letrista de Loquillo), Fernando Márquez (Kaka de Luxe, La Mode), Poch (Derribos Arias, Ejecutivos Agresivos). El caso de este Poch ya raya en la ida de cabeza: doña Grijalba lo califica de “genio en general” (ahí queda eso).

En fin, para qué voy a decir más… también están por ahí el de Siniestro Total, el Bunbury… yo, qué queréis, al lado de todos estos Almodóvar y McNamara (que no salen) eran Góngora y Quevedo, literariamente hablando. Y aun así recomiendo el libro, por lo menos lo alabo por su valentía y por haber intentado hacer una cata en un terreno que, repito, en España estaba virgen. Y yo de mayor quiero ser Silvia Grijalba.

martes, 20 de mayo de 2008

Wayfarer



“Caminante no hay camino, sino estelas sobre el mar”.

-Antonio Machado




Ya lo decían grandes del calibre de Machado (Antonio) o Juan Pardo. Este último cantaba “yo… soy… un caminante perdido” en su temazo “La charanga” (1968). Así me sentí yo durante las vacaciones de Semana Santa, en que tragué más sol que todo junto. Fue entones cuando decidí que ya no iba a posponer más la compra de unas (buenas) gafas de sol. Desde entonces lo he pospuesto, claro, hasta ayer mismo que por fin me las merqué.

Últimamente he tenido varios fines de semana de mucho sol en playa y campo, y tengo que decir que lo he pasado bastante mal. Yo no sé si es que me estoy haciendo viejo y estoy desarrollando fotofobia, pero esto es así. El caso es que recordé que hace muchos meses en el programa de Boris hicieron un reportaje sobre unas míticas gafas de sol, el modelo Wayfarer de Ray-Ban. Resulta que este modelo ha alcanzado un estatus icónico gracias a su exposición a los medios en innumerables series de TV y películas, amén de su uso por todo tipo de estrellas, estrellitas y estrellonas.


Valga el ejemplo de Tom Cruise, quien las sacó en Risky Business (1983) y logró que las dichosas gafunis pasasen en un año de 18.000 a más de 300.000 ejemplares vendidos. Nadie sabe qué son las Wayfarer cuando le hablo de ellas; nadie las desconoce cuando se las enseño: he aquí un icono. Aunque estas gafas fueron creadas originalmente en 1953, no fue sino hasta su uso por Audrey Hepburn en aquel Desayuno con diamantes (1962) que se hicieron megafamosas.

Todos las llevaron: Marilyn, Audrey, Bob Dylan, John Lennon… la lista sería aburrida de lo larga y abultada. Y más importante aún: todos se fotografiaron llevándolas. Durante los años setenta cayeron en desgracia, tuvieron un repunte en los 80 (el efecto Risky Business) y volvieron a bajar durante la pasada década (se ve que la peña prefería gafas de sol más pasti, rollo Caiga Quien Caiga o así). Lo gracioso fue que al parecer desde hace unos pocos años ciertas árbitras de la moda (Chloë Sevigny, hermanas Olsen) las han vuelto a poner de fashion hasta el punto de que la casa Ray-Ban ha vuelto a apostar por el modelo, rediseñándolo y vendiéndolo como una imagen, algo más que unas gafas.

Y he aquí donde he picado yo, para que os voy a contar otra cosa. La razón principal de que me haya comprado unas Ray-Ban Wayfarer (negras, que yo no soy Audrey Hepburn ni Mary Kate-Ashley Olsen) es que me gusta su diseño: me parecen chulísimas. La segunda razón es que nunca pasan de moda. Al ser un diseño clásico, pueden no estar a la última, pero su elegancia está garantizada (tampoco estoy para ir comprándome un par de Ray-Ban nuevas cada temporada). La tercera razón, lo admito sin pudor, es la mitomanía.


Yo más que a Kim Novak, Roy Orbison o los Blues Brothers, a quien quisiera parecerme es a Elvis Costello, enorme gafista donde los haya (“y los hay”, que diría Boris Vian). Este personaje “Oro” también las lleva, ¿para que queremos más? También me pone el hecho de que uno de mis escritores favoritos, Bret Easton Ellis, las suele nombrar en varios de sus libros (¿le habrán pagado una mordida los de Ray-Ban?).

Este finde he estado con dos personas que las llevaban, me las he probado y he terminado por decidirme. Joder, el “extranjero” de Camus llegaba al extremo de matar a un tío porque le picaba el sol en los ojos… más vale tener buenas gafas como protección, ¿no? Hay otras gafas míticas; por ejemplo: cuando volvió a Filipinas, el General MacArthur llevaba puestas unas Ray-Ban Aviator (las clásicas gafas de piloto), pero yo soy más de las Wayfarer (que por cierto, significa “caminante”). No hay camino, etc, etc… pero gafas sí.

lunes, 19 de mayo de 2008

Los juglares


¿Qué tienen en común el Dalai Lama, Pilar Bardem, Evo Morales, el sexo de los ángeles, Ferrán Adrià, Carla Bruni y el lince ibérico? De momento, que todos aparecen en escena como marionetas en el último guiñol gamberro del señor Boadella, el ciutadan.


Tengo pendiente un post titulado “La realidad supera a la ficción” acerca de esas veces en que ocurren cosas que si las leyeras en una novela no te las creerías. O esas casualidades de las gordas, pero antes voy a comentar la obra teatral La cena (2008), escrita por Albert Boadella e interpretada por Els Joglars. Esto viene a cuento porque ayer vi la obra, señores, y juro que no sabía de qué iba cuando escribí hace tres días aquel post sobre el medioambiente.

Si queréis leer una interesante crítica y valoración de la obra, os remito a la que Fran G Matute ha escrito en su Almanaque de otoño. Yo voy a dar aquí una visión complementaria, centrándome en su contenido pero sin desvelarlo. La semana pasada leí en El País un par de críticas bastante malas de La cena, que si Boadella había dejado de ser relevante, que si no pasaba de ser un bufón, que si era repetitivo… Todo eso lo puse en cuarentena, pero hubo dos aspectos que sí me preocuparon: la acusación de ausencia de humor visual/plástico y la de que la obra era aburrida por ser demasiado “de tesis”.

Vista la obra, puedo decir que ambas críticas son absolutamente infundadas, pero vista la obra también, se entiende por qué las hicieron. En La cena hay no menos de tres referencias al diario El País, todas en tono despectivo al calificarlo de Biblia progre. Como bien dice un ridículo personaje, “Yo soy un intelectual progresista: leo todos los artículos de opinión de El País. Lo del humor visual solo se explica si el crítico de este periódico asistió a la representación de La cena sin gafas (necesitándolas). He visto todas las obras de Els Joglars desde 1996 y creo que en ninguna había tenido tanto peso el componente visual como en esta.

En cuanto a lo de que la obra es pesada por lo hablada… sería como acusar a un terrón de azúcar de su dulzura… y además resulta que La cena es –comparándola por ejemplo con Don Quijote en Manhattan (2006)- bastante ligerita. Si se puede acusar de algo a la obra es de no ser concluyente, de verter una serie de burlas y críticas sobre cierto pensamiento progre (el que detenta el poder en España en la actualidad), a una velocidad endiablada pero sin más fin que la crítica en sí misma. Con todo, esto no tiene por qué ser un defecto, quiero decir que la obra no pretende adoctrinar sino solo llamar nuestra atención sobre los nuevos gurús (por algo en el programa de mano Boadella invoca a Tartufo o el impostor de Molière, 1664).

De nunca la ambigüedad ha sido un defecto en el arte, pero tal vez sí la tibieza. La obra de Boadella es afilada y si no trata de teledirigir nuestro pensamiento no puede en ningún caso ser tildada de tibia o floja. Albert Boadella es un grano en el culo que le ha salido a la izquierda española, no es de extrañar que digan que su teatro ya no es potente mientras tratan de desactivarlo.

Leyendo esta entrada podría deducirse que La cena es solo una sátira anti-progresía, pero es mucho más (la sinopsis no la incluyo por estar bien disponible en la prensa). En realidad no deja títere con cabeza: arremete contra la Iglesia católica, los políticos chorras, los ecologistas de salón, los iluminados y los papanatas en general. Establece un paralelismo entre un adelantado a su tiempo como Galileo y un chef ultramoderno adalid del Ecologismo (un “paladín del paladar”). Al final, la impresión que saco es que todas las Inquisiciones son igual de peligrosas, sea el freno católico a la ciencia o la neocorrección política progre.

Valga, pues, la advertencia de La cena para estos tiempos de mercadeo ideológico en que vivimos: “es más fácil creer que pensar”.

domingo, 18 de mayo de 2008

Los malos molan


Los malos molan, amigos, esto es así. ¿Por qué? Si alguien lo sabe que me lo diga. Voy a intentar exponer el caso y a aventurar un par de hipótesis de cuál podría ser la razón, al menos son las razones que me doy a mi mismo para no sentirme culpable por tener esta atracción. Y me consta que no soy el único.

Desde bien pequeñito, cuando jugaba con mis amigos, me daba cuenta de un curioso fenómeno. Los malos siempre pierden, por eso son malos (¿o es al revés?) pero eso no era problema para que todos los niños siempre quisieran hacer de malos. Ya fueran los Cylons de Galactica (1980), los “Lagartos” de V (1983-85), el Imperio Galáctico de la saga Star Wars, los Decepticons, Cupra o los Zentraedi, los malos siempre resultan infinitamente más atractivos que los buenos.

Los buenos son absurdos: suelen estar plagados de discursitos y buenos sentimientos, sus mujeres son ñoñas, sus armas y uniformes son de colores vivos y a todo le confieren un aura de buen rollo insoportable. Pero los malos… ¡aaaah! Eso es otra cosa. Los malos siempre son auténticas máquinas de guerra, infinitamente mejor entrenadas, armadas y pertrechadas, sus mujeres (si las hay) son fatales, siempre visten de colores negro, verde oscuro, gris… siempre impecables.

Al final siempre resulta que los malos no son tan superiores: sus pilotos se ve que están peor entrenados, tienen fatal puntería, toman decisiones inexplicablemente absurdas, se dejan engañar… al final siempre ganan los buenos. Y menos mal, porque si no el mundo (la galaxia, el universo) sería un páramo insufrible de autoritarismo, mal rollo, esclavitud y ética militar. ¿Por qué molan tanto, entonces? ¿Por qué nos atraen?


La estética juega aquí un papel no desdeñable, donde se pongan unos buenos uniformes marciales, naves de metales cromados, un look agresivo… Preguntadle a cualquiera y os dirá que prefiere mil veces a un stormtrooper imperial (hablo de La Guerra de las Galaxias) que a un soldado de la Alianza Rebelde. Por cierto, ¿alguien se acuerda de cómo vestían los rebeldes? Exacto. El soldado medio Cupra, ya en versión normal o el Crimson Guard resultaba muchísimo más guay que el circo rodante de los G.I. Joe (y de los vehículos ya ni hablamos). La única excepción era el misterioso Ojos de Serpiente, personaje de moral dudosa que de puro siniestro parecía uno de los malos.

De los Transformers ni hablo. ¿Qué es más guay, un robot que se transforma en pistola láser u otro que se convierte en ambulancia? ¿Carro de combate o Volkswagen “Escarabajo”? Pues eso. Pero no solo la estética. ¿Qué hay del atractivo del mal, del lado oscuro, de lo que Edgar Allan Poe llamó “El diablillo de lo perverso”? Nos cuesta admitirlo, pero aunque sea para horrorizarnos, a veces mola asomarse al abismo. Nosotros estamos tranquilos porque al final sabemos quién va a ganar. Podemos entonces permitirnos el lujo de apoyar al equipo perdedor, el menos favorecido.


Un reenactor vestido de soldado alemán de la 2ª G.M. me comenta “es innegable que el uniforme de los alemanes tiene un cierto atractivo”. Otro añade “los alemanes fueron a la guerra a morir de guapos”. Robert Ludlum habló de “el glamour siniestro de las SS”. Con el tiempo me he dado cuenta de que muchos de estos malos, desde los de Star Wars hasta las hienas de El Rey León (1994) tienen su base en la estética y parafernalia de la Alemania Nazi. A fin de cuentas, los nazis son el mal en estado puro, sin paliativos. Y también la más perfecta maquinaria de guerra que el mundo haya visto. No es raro pues que para representar a los malos los guionistas tomen prestadas algunas de sus características.

Gracias a Dios que no ganaron la guerra, pero admirar sus uniformes y armas… ¿no es asomarse un poco al precipicio?

viernes, 16 de mayo de 2008

"No pegues a los animales..."


Aquí me tenéis, “como un San Francisco entre jarales”, que diría San Manolo García, hablando de bichillos. El que sea muy ecologista o animalista o zoófilo –lo advierto ya- que deje de leer el post porque no le va a gustar. No pretendo aquí sentar cátedra ni convencer a nadie, simplemente reflexionar un poco: ¿por qué me la sudan los animales?

Estos días vivimos una ofensiva medioambientalista sin precedentes. A lo mejor es verdad que el planeta está en peligro y que deben de sonar las alarmas, y que todo esfuerzo es poco para concienciarnos. Pero es que no pasa día en que no tengamos noticias de algo relacionado con biocombustibles, efecto invernadero, trasvases de agua, cambio climático, etc, y, dígamoslo ya: empiezo a estar bastante aburrido del tema. A lo mejor por saturación se está produciendo en mí el efecto contrario, en lugar de concienciarme me estoy insensibilizando.

Yo estoy en contra del maltrato a los animales “porque sí”, pero más lo estoy del de las personas. Y hay cosas con las que la gente se indigna que a mí me parecen igual. ¿Nosécuántos mil euros de multa por abandonar a un perro? ¿Se nos ha ido la cabeza? Está claro que el problema lo tengo yo, porque voy contracorriente. Ya lo decían Samuel, Chorrica y otros personajes embrionarios de La Hora Chanante: “No pegues a los animales, no pegues a los perricos. No pegues a los animales, ellos son tus amigos”. Riquísimo.

Por razones que ahora no vienen al caso me veo obligado a ver por las mañanas episodios antiguos de David el Gnomo (pero no de los de nuestra época, sino de esa especie de remake absurdo y colorista que se realizó hace poco). Menos mal que los puedo ver en inglés –al menos saco algo- porque si no me suicidaría. Estos episodios, formulaicos hasta decir basta, constituyen un inexorable panfleto ecologista en el que cada día se nos alerta sobre las bondades de alguna especie en peligro. Hoy eran los bichos del Parque de Yellowstone, ayer los tigres de Bengala y lo mismo otro día le toca el turno al somormujo calvo o al pez leche.

Todos los episodios son iguales. El sapientísimo David (no hay más que ver cómo viste, de John Galliano para Dior) se entera de que tal o cual especie se halla amenazada en tal o cual rincón del mundo y allá que con su silbato en forma de amanita faloide llama a sus colegas los gansos voladores low cost y se planta donde sea en un pis-pás. Una vez in situ, David y su estomagante cuadrilla de gnomos desfacen el entuerto de turno (no sin antes sermonear al espectador) y logran su objetivo de salvar a los animales y de hacer reflexionar al ser humano malvado y culpable de sus males, en lo que constituye una anagnórisis más falsa que un euro de queso Cheddar.

Y así todos los días, me veo rodeado de movidas eco-zoológicas por todas partes. Hasta los de Iberdrola, que se han hecho millonarios comerciando con energía ahora resulta que son los más benefactores del medioambiente. “Lo hemos hecho bien”, es el lema de los colegas. Enriqueceros, desde luego, hijos de puta: eso lo habéis clavado. Y podría seguir dando ejemplos: esta misma mañana he propiciado sin querer en el trabajo un debate sobre el vegetarianismo, y no ha faltado quien diga que no hay que hacer daño a los animales comiendo su carne, etc, etc. Tampoco ha faltado quien ha dicho directamente que los vegetarianos son idiotas (no he sido yo), y eso tampoco me parece plan.

La última ha sido a cuenta de unas entradas gratuitas para los toros que al final no voy a poder conseguir, y se ha desatado de nuevo a mi alrededor el sempiterno debate “toros sí-toros no”, en torno a la conservación como especie del toro de lidia, el sufrimiento del animal (que sufre, y mucho), el arte del toreo, las tradiciones… A mí que me dejen comerme tranquilo mi filete y ver mi corridota de toros (siempre que sea de balde) y que se vayan a salvar al lince ibérico los de Iberdrola. En realidad los animales me encantan… ¿dónde estaría -por poner un ejemplo- la factoría Disney sin ellos?

miércoles, 14 de mayo de 2008

Combate aeronaval


Mi padre tenía una pipa de maíz, que a mí me fascinaba. Me decía que el General MacArthur había tenido una igual. Yo entonces no sabía quién era el General Douglas MacArthur (ni Gregory Peck), pero sabía que su frase era “¡Volveré!”. Luego me enteré de que a donde tenía que volver era a las Filipinas, porque en 1942 los japoneses habían echado al ejército yanqui a pellizcos (todo el rollo de Bataan, etc, que ya nos lo contó Robert Taylor).

La historia es que en el otoño de 1944 el General MacArthur sí que volvió, volvió acompañado de dos flotas (la 3ª y la 7ª) y volvió a conquistar las Filipinas. En este trasiego tuvo lugar la conocida como Batalla de Leyte, que en realidad fueron cinco batallas (cuatro navales y el desembarco de tropas en las islas). Hoy he visto en Canal Historia un documental sobre una de estas sub-batallas, la de Samar (las otras tres fueron las del Mar de Sibuyan, la de Cabo Engaño y la del Estrecho de Surigao), y he vuelto a reflexionar sobre la Guerra en el Pacífico.

La Guerra del Pacífico fue muy nueva, y esto nunca se dice. Se combatió en grandísimas extensiones de terreno (sobre todo el mar), las condiciones de la guerra en tierra fueron brutales (tipo Vietnam pero claro, las pelis que nos han llegado están idealizadas, salvo La delgada línea roja de 1998). En numerosas ocasiones, los enemigos no se vieron, hubo combates navales con intercambio de pepinazos a varios kilómetros de distancia… incluso se combatió “por poderes”, con aviones: el portaaviones se erigió en nuevo señor de los mares, dejando obsoleto al acorazado.

Veo el documental sobre la Batalla de Samar, donde trece barquichuelos USA (miniportaviones, destructores de escolta, naves antisubmarino) se enfrentaron por error y pusieron en fuga al grueso de la flota imperial japonesa (4 acorazados, 6 cruceros pesados, 11 destructores…). Solo el acorazado Yamamoto, el más grande jamás construido (con más de 70.000 toneladas), pesaba más que todos los barcos americanos juntos. La descripción de esta batalla me devuelve a la mejor épica naval, no es raro que la Batalla (combinada) del Golfo de Leyte esté considerada el mayor enfrentamiento entre barcos de la historia, con permiso de Salamina, Lepanto o Jutlandia.


La Segunda Guerra Mundial me interesa por tantísimos motivos que necesitaría otro blog diario para hablar sobre ella, pero hoy mencionaré que uno de sus aspectos más fascinantes es su simultaneidad a escala planetaria. Ya, claro, que por eso la llamaron “Mundial”, pero es que a veces se nos pierde la perspectiva y no nos damos cuenta de que en realidad la 2ª G.M fueron varias guerras relacionadas que tuvieron lugar a la vez. Por ejemplo, una entre Japón y China (1931-45), otra entre Alemania y países de Europa (1939-45), otra entre el Eje y la Unión Soviética (1941-45), otra entre Japón, el Imperio Británico y los USA (1941-45), y así sucesivamente.

En el caso de la guerra contra el Imperio Japonés (que en realidad son dos teatros: Pacífico y Sudeste de Asia) lo fascinante no es saber cómo los americanos ganaron la guerra –admitámoslo, los que vencieron no fueron los ingleses precisamente- sino saber cómo es posible que Japón aguantara tanto. Una escena de Cartas desde Iwo Jima (2006) me resulta enormemente reveladora: cuando el comandante en jefe japo llega a la isla y le comentan el plan de fortificaciones playeras, el tipo les dice a sus subordinados que se dejen de trincheras y se oculten en los túneles de las rocas como conejos. ¿El motivo? El oficial dice “¿Usted sabe cuántos automóviles se fabrican al año en Estados Unidos? Cinco millones. Nada de lo que les pongamos en la playa podrá detenerles”.

Bonita metáfora del poderío industrial, que es al final el que ganó la guerra (hay que decirlo aunque le reste glamour). También leemos en La Segunda Guerra Mundial en el Lejano Oriente (1999) de H.P. Willmott que en el verano de 1941 la producción industrial japonesa representaba el 3,5% de la total mundial mientras que la de los USA sumaba el 32,2%. Lo gracioso del asunto es que 60 años después, y tras sufrir una gran derrota y reponerse, Japón está a la cabeza de la economía mundial, del desarrollo tecnológico. Ah, y lo leímos en El País en 2007: a día de hoy, Japón fabrica mayor número de automóviles al año que sus antiguos enemigos yanquis.

martes, 13 de mayo de 2008

Oda al fla'


Lo he conocido por infinitos nombres, igual que vosotros. Se le ha dicho flag, flas, flash, flan, flax… pero es una de esas palabras que nunca deberíamos ver por escrito. Me estoy refiriendo a la “golosina líquida para congelar”, amigos, pues ese parece ser su nombre técnico. Por estos motivos me he decidido a llamarlo aquí fla’, -fla’ golosina, para más señas-, cada uno sabrá pensar el suyo.

Aparece cuando ya se presagia el verano, en mi vida este año lo ha hecho esta semana, con los calores espurios que nos asolan. Para el verano faltan aún un par de meses, pero ya lo es un poco más en nuestros paladares. Ya ha abierto la heladería de nuestro barrio, ya se han visto las tirantas, la manga corta y las sandalias (como bien reseñó el buen Migue en Baile Cadera). Ya han llegado al quiosco los fla’ golosina. Seguiremos comiendo puchero y potajes de legumbres porque somos muy brutos, pero lo alternaremos con el gazpacho y las ensaladitas. Y de postre, ese placer culpable, esa chuchería que tan buena transición hace al mundo de los mayores.

Modernamente lo compramos en un supermercado o gran superficie, en bolsas de a quilo o Dios sabrá, pero todo el mundo sabe que el fla’ hay que comprarlo en un quiosco de chucherías para que sepa auténtico. Nos tiene que quemar en los dedos (paradójicamente, pues está congelado). El fla’ fláccido de la macrobolsa de súper simplemente no vale. Está líquido, calentón, si lo abriéramos lo consumiríamos en un segundo, trae muy pocos centímetros cúbicos. Esto sería hacer trampa, igual que comer pipas peladas o sandía sin pepitas. No vale. El fla’ hay que trabajárselo, sufrirlo, esperar a que se derrita lo justo para poder pegarle un sorbito. Solo así la dulce recompensa merecerá la pena.

El fla’ se compra en quiosco, igual que se compraba en la niñez. Entonces costaban un duro (5 pesetas, ¿las recordáis?) y luego pasaron a costar dos. También había unos fla’s absurdos, de tres duracos, más grandes y con forma de rectángulo. Estos eran más grandes y más golosos, pero a la larga constituían una aberración. El buen fla’ es alargado, fino, una especie de fusta o de varilla de color cubierta de escarcha. Derretirlo con los dedos, con un masaje, y esperar a que se pueda beber un poquito. Repetir la operación hasta que irremediablemente quedaba el residuo: el esqueleto de fla’. Esa especie de bloque incoloro de solo agua ya, una vez sorbidos los colorantes y los sabores, auténticos vampiros del fla’.

Primero darle un bocado al plastiquito (otra aberración: cortarlo con tijeras; pierde el encanto y además de chupar te salían cortes a ambos lados de la boca en plan Joker o La ciudad de la alegría), luego, notar el sabor. Hablando de sabores, en mi época los fla’s los había de fresa, naranja, limón y coca-cola. Cada uno teníamos nuestro favorito, que nunca resultaba ser el de limón. ¿Por qué lo seguían fabricando? Cuando el quiosquero tenía mucha faena no se podía escoger sabor, había que aguantarse con el primero que te tocaba. A mí siempre me salían de naranja o de limón, los menos preferidos.

Con el tiempo aparecieron nuevos sabores: piña, melocotón (sospecho que en realidad eran el mismo, los dos tenían igual aspecto), cereza, lima, un dudoso sabor de color azul… Pienso que el fla’ era más informal que el polo, y también más coqueto. Gustaba de vestirse de más vivos colores (el polo, ya se sabe… salvo el Twister de Frigo). Su hermano mayor el Calippo envidiaba al fla’ su flexibilidad, las gominolas su frescura. Las pipas y los quicos jamás pudieron competir contra el rey del quiosco en verano.

Veo que los niños de ahora siguen consumiendo fla’s, y eso me tranquiliza. Sin embargo no he tenido cojones de encontrar una foto de un fla’ golosina para ilustrar este post. Han aparecido en el mercado nuevos productos en plan porqueriíta líquida, como esos botellines o cantimploras misteriosos. La verdad es que no me decido a probarlos, y eso que sigo siendo bastante de chuches. Pero el fla’ siempre tendrá un lugar en mi nevera, o más exactamente, entre mis dedos congelados.

lunes, 12 de mayo de 2008

Se cargan Radio 3


Señores, se van a cargar Radio 3. Con la coña del ERE (Expediente de Regulación de Empleo) de RTVE, el año pasado se le dio un buen hachazo a algunos de los mejores espacios radiofónicos de esta singular cadena, algunos de los más acrisolados. Así, nos dijeron adiós El Bulevar de Chema Rey y el Diario Pop de Jesús Ordovás. No concibo mi afición a la música (alternativa) actual, a la música indie, sin estos dos programas. Supongo que no resultaban interesantes.

Año 1995, otoño de C.O.U. Exterior de instituto, día.
-Me gustan Oasis, Blur, Elastica, Supergrass, Sleeper, Wannadies, Spin Doctors, Pearl Jam…
-¿Y no escuchas
De cuatro a tres?

Así empezó mi idilio con esta emisora, cuando un compi me recomendó un programa en el que sonaban todos esos grupos que a mí me gustaban, sobre los que leía en Internet y en el New Musical Express que me compraba de importación a precio de oro pero que nunca sonaban en Los 40 ni en Cadena 100. De cuatro a tres, presentado por Paco Pérez-Brian, lo echaban los sábados y domingos de cuatro a seis de la tarde, y fue responsable de que los fines de semana no hiciera los deberes. Recuerdo haber llamado al programa y haber hablado con el locutor para pedirle alguna cara B de Oasis, o el nuevo single de Northern Uproar, sobre el que había leído pero que ni siquiera sabía cómo sonaba.

Luego descubrí el programa Pioneros, el cual consistía en el huevo de Colón: un jipi recitaba la traducción de grandes letras de la historia del rock, mientras sonaban las canciones de fondo. Cuando leían la letra entera ponían la canción de nuevo para que se escuchase bien. Así me di cuenta de lo buenísimas que eran las canciones de Bob Dylan, Lou Reed, los Doors o Leonard Cohen. Corrí a comprarme el disco Highway 61 Revisited (1965) de Dylan tras escuchar la traducción del tema “Tombstone Blues” (“El blues de la lápida”).

Estos años, ahora que la Movida (un día le dedicaré un post para desenmascararla) queda lejana, Radio 3 se había convertido en el refugio pecatorum de toda la música alternativa española, y no olvidemos que en ella sonaban, además de Los Planetas, Astrud o Nacho Vegas, gente como Amaral, Los Piratas, Bunbury, Estopa y Manolo García. No solo había espacio para la música pop-rock, también tenía la cosa su programa de cine (cuyo nombre no recuerdo), de blues (Tren 3), músicas del mundo (Diálogos 3, con el Trecet), música folklórica (Trébede), de jazz o lo que se terciase (Discópolis).

Yo tuve una época que escuchaba Radio 3 durante casi todo el día (mientras estudiaba), empezaba por la mañana con la repetición de Peligrosamente Juntas (de 7 a 8), luego Música es… 3 (de 8 a 10), Siglo 21 (10 a 12), El Bulevar (12 a 1), El Ambigú (1 a 2) y Discópolis (2 a 3). Luego por la tarde, hasta las 5 había un programa de cine, a las 5 el Diario Pop, a las 6 El Ambigú (se lo cambiaron de hora al enorme Diego Manrique) y a las 7 La Ciudad Invisible. Y capaz era luego de plantarme a la una de la madrugada a escuchar Flor de Pasión (con el locutor erudito/insoportable Juan De Pablos) y su cóctel de música sixties, surf, pop, doo-wop, soul, etc… hasta quedarme dormido.

Hoy leo en El País la noticia de una reforma radical de la programación y el personal de Radio 3 con el objetivo de “acercarse a otros públicos”. Traducción: carpetazo a Diálogos 3 de Ramón Trecet, Disco Grande de Julio Ruiz (aquellos sábados y domingos de 4 a 6 de la tarde… incluido ver el programa en directo en el Festival ContemPOPránea) o Discópolis de José Miguel López. A cambio, habrá nuevos programas con Constantino Romero, Andy Chango o Manel Fuentes (nadie ha imitado al Rey como él: de hecho, nadie ha imitado al Rey). Una pena. Está claro que se trata de nombres populares que esperan supongo conseguir más audiencia, pero a costa de cambiar la emisora y reformarla hasta que no la reconozca ni la madre que la parió. Ni el chico que la escuchó.

domingo, 11 de mayo de 2008

"Verán ustedes canela"


Si cuando tenía ocho o nueve años me hubiesen preguntado quién era mi autor favorito, seguramente hubiese respondido que “Javier” Poncela. La verdad es que durante mi infancia, el parecido fonético (llamadlo etimología popular) me hizo conceptualizar así a Enrique Jardiel Poncela, gran escritor cómico de novelas, cuentos y obras de teatro. Junto con Miguel Mihura y Edgar Neville forma parte de un grupo de escritores “de segunda fila” (con todas las comillas que queramos) que alcanzaron un gran éxito de público durante la primera mitad del siglo XX y que luchan por no ser relegados al olvido ya que el canon los arrumbó a un lado del camino. Quizás la obra Tres sombreros de copa (1932) de Mihura sea la excepción que confirma la regla.

De pequeño tuve oportunidad de ver una versión televisiva de Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936), cuyos diálogos me impactaron tanto que raro es el día que cuando alguien nombra el condimento más usado en el mundo, la sal, yo no respondo “¡Entra!” (citando una escena de esta obra). Poco después me encandiló la versión cinematográfica (de 1956) de su comedia Los ladrones somos gente honrada, protagonizada por Don José Isbert, José Luis y Antonio Ozores y Antonio Garisa (ahí es nada). La escena inicial (y final) del sacamuelas Pepe Isbert pregonando las virtudes de la “tortuga salvaje del Amazonas” se cuenta entre mi panteón de más memorables del cine.


Con el tiempo me fui enterando de quién era en realidad este Jardiel Poncela, que escribió novelas y que trabajó como guionista de la Fox en el Hollywood de los años 30. Su estatus de autor cómico y de segunda le hizo ser un favorito de los grupos de teatro de mi colegio, con lo que pude zamparme estupendos montajes amateurs de, por ejemplo, Eloísa está debajo de un almendro (1940), Un marido de ida y vuelta (1939) o Los habitantes de la casa deshabitada (1942).

Con el tiempo también dejó de ser “mi autor favorito” pero no disminuyó mi admiración por él, ya que los años me han hecho dar el salto del simple chiste al sofisticado humor en ocasiones de cariz intelectual que despliegan sus obras. Y esto es una gran clave, ¿no? Obras graciosas ante todo que pueden ser disfrutadas lo mismo (a distintos niveles) por un niño que por una persona exigente en sus lecturas.

Compruebo que su trabajo poco a poco se va restaurando en el imaginario crítico, que cada vez se le va considerando mejor. Me consta que alguna de sus obras se lee y estudia en los institutos, que sus novelas y obras de teatro están publicadas por editoriales tan prestigiosas como Espasa-Calpe (antigua Austral) o Cátedra de Letras Hispánicas. Incluso Vicens-Vives tiene ediciones de Eloísa… y Cuatro corazones… en su colección juvenil o escolar. Buena señal, todo esto.

Pero no solo éstas publican sus libros (lo que es indudable síntoma de buena salud), otras editoriales pequeñitas, más cucas, caso de Castalia, Algar, Edhasa, Biblioteca Nueva o Rey Lear también están reeditando muchas de sus obras menores. Así me topo con un par de cuentos de Jardiel que he leído últimamente. Los dos tienen en común el ser aventuras apócrifas de Sherlock Holmes (¡ah, los detectives qué juego dan!), en tono paródico y narradas en primera persona por un tal “Harry” (¿Enrique? ¿Harry J. Poncela?) en lugar del Dr. Watson. Los dos subvierten el relato detectivesco al incorporar todos los elementos tópicos del género para dinamitarlo desde el humor absurdo.

Las parodias de Holmes que Jardiel escribió aparecieron en 1930 bajo el título de Novísimas aventuras de Sherlock Holmes y ahora se están recuperando poco a poco. “La momia analfabeta del Craig Museum” (1928) se encuentra en un volumen antológico de Castalia, Relatos de humor del siglo XX (2000), junto a piezas de Pérez de Ayala o Ramón Gómez de la Serna. “Los 38 asesinatos y medio del Castillo de Hull”, se ha publicado en 2007 en la colección Breviarios del Rey Lear. Los dos son a cuál más disparatado y a cuál mejor. Leerlos solo ha hecho que aguzar mi apetito por la prosa humorística de este señor. Pienso ir corriendo a por las novelas, a ver si como promete Don “Javier” en uno de sus cuentos, veo canela (que rima con Poncela).

viernes, 9 de mayo de 2008

"Lo mío"



(Dedicado a Ana, lectora y amiga, para que se ponga bien de lo suyo)



Ya lo cantaba El Payaso de La Hora Chanante, siempre “con DJ Pollo y una jamelga en bikinli”. Él cantaba: “Estoy fatal de lo mío, estoy fatal. Estoy fatal de lo mío, estoy muy mal”. El Payaso nunca llega a revelar en qué consiste “lo suyo”, pero ni falta que hace, todos lo entendemos.

Me fascina el concepto de “lo mío” como algo intrínsecamente español. Solo es superado por el “vuelva usted mañana”, tópico que por cierto, ha contribuido como pocos al mal nombre del funcionariado público en este país. Convendría releer al gran Mariano José de Larra (en algunos casos, leer por primera vez) para descubrir que ese vicio tan español y que tanto irritaba a los extranjeros en su antológico artículo “Vuelva usted mañana” Larra se lo estaba achacando precisamente a empleados del sector privado.

“Lo mío”, lo de uno, entiendo que es un concepto intangible pero no por ello menos real. Se trata de algo (normalmente una preocupación) que tenemos muy cerca del corazón, que hacemos tan personal y tan consustancial a nosotros que no juzgamos ya ni necesario explicitar en qué consiste. Cuando nos encontramos en nuestro círculo de íntimos esto puede tener un pase, pero el fenómeno resulta francamente divertido cuando se traslada al ámbito de la gente que no conoce ni tiene por qué conocer nuestra vida.

Pongo un ejemplo, la típica señora que en la cola de la frutería reclama que se la deje saltarse el turno por encontrase “fatal de lo suyo”. ¿Qué es lo suyo? Chi lo sa? El epítome de este fenómeno lo tuvimos en nuestras pantallas con aquel nunca suficientemente reivindicado personaje de Benito en la seminal serie Manos a la obra (Antena 3). Allí, el trapisonda albañil Benito (de “Manolo, Benito & Cía”) trataba a menudo de librarse del trabajo o de conseguir alguna prebenda con la excusa de lo suyo. A la que más puteaba era a su santa madre, ¿os acordáis?, que la tenía esclavizada… “¿Cómo voy a hacer yo eso, madre, si hoy estoy fatal de lo mío?”


En el caso de Benito (que debería pasar a la historia por sus aportaciones a la lengua española, algún día les dedicaré un post a él y a Manolo) tampoco supimos nunca en qué consistía lo suyo. Interrogado, él siempre contestaba vagamente con unas molestias en la zona respiratoria o digestiva, pero nada más. En este aspecto, “lo mío” de Benito me recordaba muchísimo a la famosa “válvula” de Ignatius J. Reilly en La conjura de los necios (1980- ver mi segundo libro favorito). En nombre de aquella válvula, que nunca se dijo cuál era, Ignatius también se consideraba exonerado de realizar cualquier esfuerzo físico e incluso de llevarse ningún disgusto.

“Lo mío” no tiene por qué ser necesariamente una dolencia, puede tratarse de un interés, un asunto, un negocio. De ahí la frase “¿Qué hay de lo mío?” (muy de pasillos de ministerios, negociados y despachos varios). Pienso que este tópico proviene de la postguerra, del primer franquismo de La colmena (1951), en el que había tanta gente necesitada, no solo por la guerra sino por efecto de la represión política. Mucha otra gente se encontraba en la situación opuesta (exactamente por los mismos motivos) y encontró una posición que los generosos quisieron usar para ayudar a otros. No hacía falta ser ministro, bastaba con tener un carguillo, una tienda o simplemente no ser sospechoso políticamente. Este mundo de “Don Fulano, ¿qué hay de lo mío?” quedó muy bien retratado también en la obra Las bicicletas son para el verano (1984).

Pues bien, sea “lo mío” una úlcera, unas oposiciones o un puesto de sereno, lo cierto es que cada uno sabemos lo que tenemos y lo llevamos muy cerquita del corazón. Incluso yo, cuando caí esguinzado, que es algo muy engorroso pero no deja de ser una nimiedad, me acostumbré a escuchar “Porerror, ¿qué tal estás de lo tuyo?”. Cada uno tenemos lo nuestro.

jueves, 8 de mayo de 2008

Historia de una mujer que tenía cola (Lo-lo-lo-lo-lo-la)


Hablando de casualidades, en plan Amantes del Círculo Polar (1998), ayer hablamos aquí del “La, la, la” y hoy toca hablar del “Lo, lo, lo”. Otra casualidad es que ayer en un comentario Fran G Matute trajera a colación el vínculo “La, la, la” – The Kinks (y digo yo una cosa: si se iban a querellar por “Death of a Clown”, entonces ya de “Wonderboy” ni hablamos, ¿no?). Pero no es esa la casualidad que me ha impulsado a escribir el post de hoy, sino otra.

Hace unos días leo en un libro/DVD sobre los Kinks que cada año el señorito Ray Davies (autor del 95% de las canciones del grupo) se embolsa tranquilamente unos 9 millones de euros nada más en concepto del uso que se hace de su música en anuncios publicitarios. Conociendo la legendaria afición de Ray Davies al vil metal (el colega es de la Hermandad del Puño, de toda la vida), entiendo que el buen hombre estará muy contento. Y aún así sigue haciendo discos buenos (a sus dos últimos en solitario me remito). La verdad es que estas cifras de ingresos por publicidad llegan a ser mareantes, diría que casi se acercan a lo que debe de cobrar al año Pau Donés (Un, Dos, Tres, responda otra vez: ¿cuántos anuncios han usado temas de Jarabe de Palo en los últimos diez años?).

En estas estoy (en lo del libro) cuando me veo en la tele el nuevo anuncio de Coca-Cola, en el que un zangolotino se desgañita cantando un pegadizo estribillo “Lo, lo, lo, lo, Lo-la”… y enseguida pienso “ya está cobrando Ray Davies”. El anuncio te anima a grabar “tu propia versión” de “Lola” y colgarla en una página web. Al día siguiente me fijo en que un avance de la serie Los hombres de Paco también usa de fondo la misma canción que fuera éxito de los Kinks en 1970. No veía tantas canciones de esta gente en la tele desde que Telecinco usó hace diez años el “Celluloid Heroes” para promocionar su Cine 5 Estrellas


Y entonces me digo ¿rimar “Lola” con “Coca-Cola”? Sin duda nos encontramos ante una cumbre lírica. Analicemos la letra del tema: “La conocí en un club del viejo Soho, donde se bebe champán y sabe igual que la Cherry Cola… Lo, lo, lo, lo, Lo-la”. Lo gracioso del asunto es que originariamente la letra decía “Coca-Cola” y no “Cherry Cola” (y así quedó recogido en la versión del single), pero siempre se ha dicho que Ray tuvo que regrabar esa parte de la letra para evitar problemas por el uso de aquel nombre comercial. ¿The Coca-Cola Company poniendo obstáculos a que le hagan propaganda gratis? Yo nunca me lo tragué, máxime cuando un año antes los Beatles cantaban eso de “he shoot Coca-Cola” en la canción “Come Together” sin ningún tipo de problema.

Sea como fuere, lo cierto es que el destino ha querido que don Raymundo se embolsille una pasta ahora a costa de la gaseosa bebida, y la peña como loca con un estribillo que es verdad que la primera vez que lo oye uno se cree que ha inventado la pólvora. Volviendo a la letra de la canción, es necesario explicar que “el viejo Soho” es conocido por ser el barrio gayer de Londres, y que la tal Lola es en realidad una de esas “mujeres” que le pirran a Ronaldo. ¿No sería esa la razón de que The Coca-Cola Company no quisiese ver su nombre asociado a la canción, el hecho de que contara la historia de un travesti?

Me acuerdo de los Kinks y de una biografía suya que compré en una librería precisamente en el Soho londinense. A su alrededor había muchos clubes de esos pupita, como los que nombra la canción. Me acuerdo también de un estéril debate: ¿fue Ray Davies el mejor escritor de canciones de los años sesenta? Tengamos en cuenta que sus competidores o iban en tándem (Lennon-McCartney, Jagger-Richards, Bacharach-David) o no escribían letras (Brian Wilson). No sé si sería el mejor, pero desde luego que sí el más visionario. Volvamos a la letra de “Lola”: “Las chicas serán chicos y los chicos serán chicas, el mundo está mezclado, revuelto y agitado”. No sé que pensáis, pero de momento ya hay un tío (que antes era mujer) embarazado.
 
click here to download hit counter code
free hit counter