“Querido diario:
Sé que no he visitado tus páginas muy asiduamente en los últimos tiempos, de hecho creo que es la primera vez que escribo desde que desenterré aquella lombriz gigante en el jardín a los 15 años. El motivo de que hoy me decida a hacerlo, sin embargo, es que he vuelto a entrar en contacto con ese ente mágico y maravilloso que ha cambiado mi vida y la de tanta gente: la Administración”.
Al igual que hay personas como Chris Peterson o Fran G. Matute que admiran a los Obreros de la Construcción y ansían más que nada entrar a formar parte de su exclusiva hermandad, mis inclinaciones de ratón de biblioteca me llevan a admirar a un grupo profesional mucho más humilde aunque poderoso: los administrativos. Ellos (y no los políticos ni los tertulianos del cuore) son los que, desde la sombra, verdaderamente rigen nuestros destinos. Y si no fijáos cómo en todas las instituciones públicas tienen un despacho propio: la maravillosa Administración o Secretaría.
Si hemos de hacer caso a los tebeos de Astérix (¿y por qué no habíamos de hacerlo?), la burocracia y la Administración son un invento romano para hacernos la vida más fácil. Ya dejó constancia de aquello Astérix con su “casa que enloquece”, verdadero paraíso de pólizas, pliegos, formularios, anexos y solicitudes oficiales. “Oficiales” aquí es la palabra que me excita, amigos. Me pone como una moto. Algo que no sea “oficial” no vale más que un pimiento, da igual que estemos hablando de una Escuela Oficial de Idiomas o del chándal oficial del Recreativo de Huelva.
Mi bendita madre siempre llamó a la sede de la Consejería de Educación “el Castillo de Irás y no Volverás”… ella y su afición por los cuentos infantiles, que con tanto mimo supo inculcarme. Pero la Administración no está aquí para cuentitos, ni para sandez alguna: solo se ocupa de las cosas serias. Sabedores de esto, mis dos progenitores me curtieron desde infante en una especie de agogé burocrática, haciéndome acudir solito a las colas de las ventanillas, rellenar impresos e interpretar documentos oficiales (algo que no les agradeceré lo bastante, porque en estas colas se conoce a gente interesantísima: una vez me topé con Alfonso Guerra).
Así, matricularse de algo, pedir un certificado, solicitar becas, rellenar el censo, qué placeres, amigos. Siempre lo he hecho con alegría, pero siempre una pena ha ensombrecido mi rostro: lo hacía como un amateur. A mi lado veía, orgullosos, a esos campeones del papeleo, auténticos profesionales, a esos aurigas de las oficinas que son, han sido y serán los administrativos. Con qué gracia sellan un expediente, con qué donaire te deniegan un permiso. Y lo hacen como los profesionales que son, lo mismo que los médicos, profesores o jueces: sin implicarse emocionalmente en el caso que traen entre manos.
¿Qué puede dar más alegría y fortalecer más el espíritu que ver a un administrativo o administrativa riñendo a alguien por teléfono para acto seguido (y sin solución de continuidad), lanzarle un rapapolvo a la persona que tienen esperando en la ventanilla porque resulta que se le ha olvidado compulsar tal o cual fotocopismo? No me malentendáis, amigos, los administrativos no son malos, ni todos son tiranuelos. En mi vasta (y basta) experiencia con ellos los he clasificado en dos grandes tipos: a) Administrativos de almendra y b) Administrativos de chocolate Suchard.
Los del tipo a) son los más duros, los más tenaces, los que te hablan riñéndote como ese padre déspota y borracho que nunca tuviste. Aquí debo decir –que me perdone Bibiana- que en esta categoría ganan por goleada las mujeres, ya que los hombres, cuando son administrativos de almendra, suelen decantarse más por el pasotismo y la ignorancia al usuario como formas de maltrato.
Los del tipo b) son más dulces y blandos, pero también crujen, faltaría más. Estos te riñen y afean tu conducta administrativa igualmente pero le saben dar otro toque, no sé, más didáctico, y es por tu propio bien. “Ay, ay! Cómo se te ocurre presentarte aquí sin un sello del Registro de Salida, ¿no ves?” También hay que decir que los administrativos de este tipo son los únicos de los que se tiene constancia de que le hayan solucionado algo al usuario en la Historia de la Humanidad.
De entre sus muchas habilidades arcanas (grapar, compulsar, reñir, denegar cosas, desayunar) la que yo más admiro con diferencia es la de Leer Boletines. Si la vida fuera un juego de rol, ellos en Leer Boletines tendrían 18 dados de seis caras, permítaseme la frikada. Hace años, una administrativa jubilada me confirmaba que leer el BOE o el BOJA era una habilidad superespecial de élite que les enseñaban, y que había que realizarla siempre con un subrayador fosforescente en la mano.
Servidor, pese al entrenamiento de décadas al que hice referencia seis párrafos más arriba, siempre que tiene que leer uno de esos boletines enormes se encuentra con el mismo problema: más le valiera leer en el original un texto de Gonzalo de Berceo, o qué cojones, del Poeta de Deor (un anónimo anglosajón del siglo X). Más iba a entender. Los administrativos no, ellos leen (por ejemplo) que unos rinocerontes están realizando en la Luna chanchullos con ajo de Corea y enseguida comprenden que se trata de que una cuadrilla de fontaneros está intentando timar a tu familia. Yo leo “La Ley X/XXXX de 16 de marzo dispone en su disposición adicional sexta que…” y así llevo todo el día tratando de desentrañar semejantes misterios. Mañana os cuento.
2 comentarios:
Querido Porerror: Cuéntanos otra vez aquél día que buscaste con ahínco el BOE en el que se publicaban los requisitos de exención para el servicio militar!
Y por cierto, hay otro tipo de personas que son capaces de leer (que no de entender) publicaciones del BOE: Se les llama "A.B.O.G.A.D.O.S"... No ibas desencaminado...
Ja, ja, ja, ja! Buen Fran G.: ¡siempre tan bromista! Te adelanto que si te falta un testículo o tienes más de 8 dioptrías te libras...
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