Desde adolescentes, el buen Fran G. Matute y yo hemos tenido un auténtico imán para los freaks. Rara era la ocasión en que entrábamos juntos a una tienda y no se la acabábamos liando al dependiente (o nos la liaban ellos a nosotros, que era como lo percibíamos). Ya fuera un viejo que nos criticaba por no saber abrir una caja de compases en una papelería, o un borracho de polígono industrial que nos daba una soflama sobre política y lenguaje, siempre nos hemos tenido que enfrentar a “personajes”. Y no digamos los que te vienen dando/pidiendo opinión de música.
Me encanta charlar y cambiar impresiones, pero también he sido siempre muy seguidor de las normas de la cortesía y el principio de cooperación en las conversaciones, por aquello de que nadie se vuelva loco (empezando por moi). Hete aquí que hoy el buen Fran G. y yo hemos salido a tomar una tapita con una pareja amiga y resulta que nuestra mente no se encontraba preparada para la inmensa ola de alegría y respeto que nos ha invadido al convertir una noche a priori normal en una fiesta para los sentidos (y no lo digo por la presa ibérica con jamón que nos hemos jincado).
Acudimos a un afamado bar regional de Miciudad, un capricho porque la semana pasada estaba de bote en bote y no pudimos entrar. Hoy resulta que no había nadie: los cuatro éramos los únicos clientes y los camareros nos observaban semiociosos desde la barra. Nuestras palabras debían rebotar amplificadas en la bóveda del local, porque nos hemos pasado la cena comentando libros y hablando de esto y lo otro, imaginando una conversación privada. En un momento dado, alguien ha recordado la peculiar reseña de una antología de poesía japonesa que apareció hace dos semanas en Estado Crítico, y en el preciso instante en que servidor recordaba enfáticamente las traducciones de un haiku que figuraban en dicha reseña, el camarero, no tan invisible como los de los relatos de Chesterton, va y tercia:
“Disculpen ustedes, les importaría decirme de qué libro están hablando?” Nos quedamos todos de piedra, la pregunta es osada pero el tono es respetuoso. Le contestamos, le requiero por qué y el camarero responde: “No, por nada en especial, es solo que la literatura japonesa no la he trabajado mucho. Toda la americana, y la latina, pero de Japón…” os recuerdo, no estábamos en el Café Gijón ni en La Closerie des Lilas, pero el camarero se lía a hablar de libros y nos deja a todos con la boca abierta. “Además de los clásicos latinos le he pegado a Goethe, un poquito a Kundera, y a este otro… cómo se llamaba?”
“Kafka?” –le ofrezco, y él me lo niega condescendiente: “Kafka no, hombre: ese es básico.” G.R.A.C.I.A.S.! Picado en mi orgullo le hago piar: “Recomiéndenos un libro.” “Uno latino?” “Cómo no!” –yo pensado que me iba a decir que leyera a Catulo o a Tucídides. “Las muertas”-nos dice- “del mejicano Ibargüengoitia.” Confieso que en ese momento apunto el nombre del autor mal, porque nunca lo había escuchado. Uno de mis amigos tiene que meterse en los servicios para no descojonarse en la cara del nota. Pero los demás estamos admirados: caramba con el camarero letraherido! Al traernos el cambio me vuelve a espetar: “A Cortázar y a Benedetti los habrás leído, no?” “Claro, hombre, claro…”
Todavía sonriéndonos por lo acontecido, nos metemos en otro bar, de copas, pero muy tranquilo. Comentamos la jugada, y nos da por hablar de cine. La novia de mi amigo dice “Habéis visto la peli Insidious?” Decimos que no, y en esto el único otro cliente del bar, un trajeado hombre maduro que estaba rumiando su curda sobre un taburete en la barra se gira como He-Man e interviene: “Disculpen que me inmiscuya en su bella conversación…” –exhibe esa cortesía de los borrachos de la que habla F. Scott Fitzgerald- “… he oído que han nombrado al Seaview?” No entendemos, el hombre se explica: “El Seaview era el submarino de la mítica serie de TV Viaje al fondo del mar…” Ha confundido “Insidious” con “el Seaview”, será por el parecido fonético, como diría Chris Peterson. “Yo en mi época veía El virginiano, Colombo, Los Intocables, bla bla bla… pero a vosotros os veo más de Verano azul, me equivoco?” Asentimos embobados, entonces reparo en que el hombre, de traje y corbata, porta en la mano un minitransistor y un colorido diccionario español-ruso: masco la liada padre, que a nadie le dé por reírse, por favor.
“Habla usted ruso?, como le veo el librito…” –le espeta mi amigo, y el hombre se hincha de orgullo- “Hablo ocho idiomas: español, inglés, francés, italiano, alemán, portugués, ruso y chino. Qué idioma dominan ustedes?” “Hombre, inglés sabemos”, le digo, y como si hubiera pulsado un resorte el hombre se lanza a una veloz tirada monocorde en un inglés fluidísimo con fuerte acento español: “Soy jubilado y no tengo obligaciones, por eso no tengo que levantarme mañana temprano pero me dedico por afición a estudiar lenguas, sé hablar ocho y a ti se te entiende muy claro en inglés…”
Esta vez soy yo el que tengo que salirme a la calle a que me dé el aire. “Bueno, amigos, no quiero seguir interrumpiendo su reunión, gracias y buenas noches.” Será cosa del calor, queridos lectores?
Me encanta charlar y cambiar impresiones, pero también he sido siempre muy seguidor de las normas de la cortesía y el principio de cooperación en las conversaciones, por aquello de que nadie se vuelva loco (empezando por moi). Hete aquí que hoy el buen Fran G. y yo hemos salido a tomar una tapita con una pareja amiga y resulta que nuestra mente no se encontraba preparada para la inmensa ola de alegría y respeto que nos ha invadido al convertir una noche a priori normal en una fiesta para los sentidos (y no lo digo por la presa ibérica con jamón que nos hemos jincado).
Acudimos a un afamado bar regional de Miciudad, un capricho porque la semana pasada estaba de bote en bote y no pudimos entrar. Hoy resulta que no había nadie: los cuatro éramos los únicos clientes y los camareros nos observaban semiociosos desde la barra. Nuestras palabras debían rebotar amplificadas en la bóveda del local, porque nos hemos pasado la cena comentando libros y hablando de esto y lo otro, imaginando una conversación privada. En un momento dado, alguien ha recordado la peculiar reseña de una antología de poesía japonesa que apareció hace dos semanas en Estado Crítico, y en el preciso instante en que servidor recordaba enfáticamente las traducciones de un haiku que figuraban en dicha reseña, el camarero, no tan invisible como los de los relatos de Chesterton, va y tercia:
“Disculpen ustedes, les importaría decirme de qué libro están hablando?” Nos quedamos todos de piedra, la pregunta es osada pero el tono es respetuoso. Le contestamos, le requiero por qué y el camarero responde: “No, por nada en especial, es solo que la literatura japonesa no la he trabajado mucho. Toda la americana, y la latina, pero de Japón…” os recuerdo, no estábamos en el Café Gijón ni en La Closerie des Lilas, pero el camarero se lía a hablar de libros y nos deja a todos con la boca abierta. “Además de los clásicos latinos le he pegado a Goethe, un poquito a Kundera, y a este otro… cómo se llamaba?”
“Kafka?” –le ofrezco, y él me lo niega condescendiente: “Kafka no, hombre: ese es básico.” G.R.A.C.I.A.S.! Picado en mi orgullo le hago piar: “Recomiéndenos un libro.” “Uno latino?” “Cómo no!” –yo pensado que me iba a decir que leyera a Catulo o a Tucídides. “Las muertas”-nos dice- “del mejicano Ibargüengoitia.” Confieso que en ese momento apunto el nombre del autor mal, porque nunca lo había escuchado. Uno de mis amigos tiene que meterse en los servicios para no descojonarse en la cara del nota. Pero los demás estamos admirados: caramba con el camarero letraherido! Al traernos el cambio me vuelve a espetar: “A Cortázar y a Benedetti los habrás leído, no?” “Claro, hombre, claro…”
Todavía sonriéndonos por lo acontecido, nos metemos en otro bar, de copas, pero muy tranquilo. Comentamos la jugada, y nos da por hablar de cine. La novia de mi amigo dice “Habéis visto la peli Insidious?” Decimos que no, y en esto el único otro cliente del bar, un trajeado hombre maduro que estaba rumiando su curda sobre un taburete en la barra se gira como He-Man e interviene: “Disculpen que me inmiscuya en su bella conversación…” –exhibe esa cortesía de los borrachos de la que habla F. Scott Fitzgerald- “… he oído que han nombrado al Seaview?” No entendemos, el hombre se explica: “El Seaview era el submarino de la mítica serie de TV Viaje al fondo del mar…” Ha confundido “Insidious” con “el Seaview”, será por el parecido fonético, como diría Chris Peterson. “Yo en mi época veía El virginiano, Colombo, Los Intocables, bla bla bla… pero a vosotros os veo más de Verano azul, me equivoco?” Asentimos embobados, entonces reparo en que el hombre, de traje y corbata, porta en la mano un minitransistor y un colorido diccionario español-ruso: masco la liada padre, que a nadie le dé por reírse, por favor.
“Habla usted ruso?, como le veo el librito…” –le espeta mi amigo, y el hombre se hincha de orgullo- “Hablo ocho idiomas: español, inglés, francés, italiano, alemán, portugués, ruso y chino. Qué idioma dominan ustedes?” “Hombre, inglés sabemos”, le digo, y como si hubiera pulsado un resorte el hombre se lanza a una veloz tirada monocorde en un inglés fluidísimo con fuerte acento español: “Soy jubilado y no tengo obligaciones, por eso no tengo que levantarme mañana temprano pero me dedico por afición a estudiar lenguas, sé hablar ocho y a ti se te entiende muy claro en inglés…”
Esta vez soy yo el que tengo que salirme a la calle a que me dé el aire. “Bueno, amigos, no quiero seguir interrumpiendo su reunión, gracias y buenas noches.” Será cosa del calor, queridos lectores?
7 comentarios:
Jooooooo os imagino perfectamente en esas situaciones y las echo de menos!
Nunca sabemos por dónde puede salir el personal, quién está detrás de una barra del bar o sentado al otro lado. Algo tan sencillo como una espontánea conversación con gente desconocida puede ser más estimulante y entretenida que cualquier otra cosa. Y vosotros sabéis sacarle partido a ese tipo de situaciones, claro está.
Qué no hubiera dado por estar con vosotros en semejante reunión. Lo mejor, la tirada del tipo: soy jubilado y no tengo obligaciones, por eso no tengo que levantarme mañana temprano... Bravo, Mr. Porerror.
G.R.A.C.I.A.S.. por obviar nuestros nombres querido amigo......La proxima vez me descojonareen la cara del camarero de turno o lingüista borrachin de turno....JOSEMARI.
Era por proteger vuestra intimidad, mamón! La próxima vez te identificaré con pelos y señales, y diré que eres una jodida rata...
Doy fe de todo. Verídico al más puro estilo de Paco Gandía, salvo por el pequeño detalle que se te ha olvidado comentar y es que el camarero era tartamudo y se parecía a la criatura Gollum...
Ahora es cd pulso el boton de....
Me gusta!!!!!
JOSEMARI.
Pura Fritanga, buen Moraga.
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