Vivencias polimórficas de un treintañero perplejo.

lunes, 13 de junio de 2011

Lo más necesario, lo que no tiene nombre


-“... hay tanto que queda sin decir…”
(John Deacon)




Como sois tan cultos, seguro que conocéis la sensación de terminar de leer un libro y desear empezar inmediatamente otro del mismo autor. Chainsmoking, pero en este caso chainreading, si podemos inventar esa palabra: en cualquier caso claramente un vicio. Se trata de una expresión más del pecado de la gula, rara vez se hace, aunque hay gente que sí, me aseguran que cuando cogen por banda un autor ya no lo sueltan hasta que agotan su bibliografía. Yo rara vez, a los pocos minutos se me pasa la sensación.

Lo que sí persiste es otro calor más a fuego lento (no la explosión de leérmelos todos de tirona), las ganas sosegadas de leer más de ese autor, reforzadas por la seguridad de que –como decía un antiguo jefe mío- “hay más tiempo que vida” y por tanto antes o después lo voy a hacer. Tal o cual autor me gusta tanto, me ha dejado tanta huella que pienso escarbar más, poquito a poco voy a profundizar en su obra. Y es divertido llegar a esos nuevos libros de autor viejo de manera oblicua, ver qué jugadas de billar te pone por delante la vida para que te recomienden, te salten al ojo en una librería, alguien te preste o desempolves de un estante viejo algún volumen de escritor anteriormente leído.


Me ha pasado con Borges, con Julio Cortázar, con Roberto Bolaño, Boris Vian o P.G. Wodehouse. ¿A qué agotar su obra? ¿Qué prisa tenemos por leernos todo lo que escribieron y acabar los placeres? Voy por el mismo camino, o así parece, con Italo Calvino, Nabokov, Hemingway y Scott Fitzgerald. Mentiría si os ocultara que el interés renovado por estos dos últimos gigantes americanos de la prosa no es consecuencia de la última peli de Woody Allen -Midnight in Paris (2011)- deliciosa delicia que desde aquí recomiendo a todo el mundo que tenga alma, y sobre la que no he escrito un post porque hace demasiado buen tiempo como para hablar de una peli que es (entre otras cosas) una apología de la lluvia.

Quiero hablar de Fitzgerald porque para mí representa esa perfección evanescente, ese placer que por más que persigamos no lo llegamos a alcanzar. Te crees que no lo estás consumiendo, y de repente estás lleno: tienes que parar un poquito. No puedo leer a Fitzgerald en sesiones largas, pero esto, lejos de ser un demérito lo apunto en su cuenta del “Haber”. Porque su prosa es tan rica, tan rellenísima de matices y tan sugerente que se llega a asemejar a la poesía. Por cada frase suya se me va la cabeza a cuatro cosas: el mamón inventó el hipertexto en la época de los discos de pizarra.


Me acabo de empezar Suave es la noche (1934), descripción de la vida de glamour y ocio en la Costa Azul como solo la podían llevar los ricos del periodo de entreguerras. Algo de lo que Fitzgerald y esposa tuvieron más que su ración, de ahí que conocieran tan bien el paño. Tenía el libro comprado desde agosto, fue el último que me compré antes de la gran sequía, y me dio por él a instancias del buen Mojaquero, quien me lo recomendó en una tienda de campaña al ver que yo leía un volumen de cuentos también de Fitzgerald. Solo llevo treinta páginas (y ya le ha dado un pildorazo a Joyce, qué maravilla!) y ya he detectado en la novela esa cualidad evanescente de la que hablaba en el párrafo anterior. Está en El gran Gatsby (1925), está en muchos de sus cuentos como “Bernice se corta el pelo” (1920) o “El diamante tan grande como el Ritz” (1922) y no podía faltar en esta Suave es la noche.

Es esa elegancia tan exclusiva que a los que no la compartimos nos hace sentir palurdos, sin saber exactamente por qué. Qué regla de urbanidad no escrita (qué ordinariez!) estaremos infringiendo. Es el proceso de Kafka pero nosotros somos los acusados de catetos. La visión de Fitzgerald, de muchos de sus protagonistas es la de gente que ha accedido a un mundo al que en realidad no pertenecen, invitados a mansiones, a fiestas, a los que los demás -The Smart Set- están superacostumbrados pero que para nosotros suponen una novedad. Los ojos como platos porque todo nos fascina y nos llama la atención, a sabiendas de que ir así por la vida no es fino, no está bonito. Ah, pero, ¿quién decide lo que está bonito y lo que no? No lo sabemos, pero él, el autor, lo tiene absolutamente claro.


Os pongo un pequeño ejemplo sacado de Suave es la noche, la protagonista, una aspirante a estrella de Hollywood, se ve de pronto rodeada de gente glamurosa de verdad como el matrimonio Diver, en una playa francesa [disculpad mi traducción]:
Su ingenuidad respondía incondicionalmente a la costosa simplicidad de los Diver, sin darse cuenta de su complejidad y su falta de inocencia, sin darse cuenta de que todo ello era una selección de calidad más que de cantidad, obtenida en el bazar del mundo; y que también la simplicidad en el comportamiento, la paz y buena voluntad infantiles, el énfasis en las virtudes más simples, era parte de un trato desesperado con los dioses, obtenido mediante esfuerzos que ella hubiera sido incapaz de aventurar.


Nunca he creído en la literatura del silencio, en lo que no se dice, etc. Para mí cuenta lo que se dice, qué queréis que os diga. Pero sería ingenuo no admitir que en los libros debemos prestar atención a todo lo que rodea al propio texto, algo así como lo que en una escena de cine se queda fuera de plano, y pienso que Fitzgerald es un maestro de esto (como lo fue Hemingway, con otro enfoque). El anterior texto pretende ilustrar esa sensación de los personajes de Fitzgerald (y el propio lector) de estar perdiéndose una parte sustancial del verdadero libro. Y esto me resulta interesantísimo, porque ¿cuántas veces en la vida real no nos ocurre lo mismo? Lo dejé caer en “Narratología y vida” y hoy me reafirmo. Qué queréis, amigos, han pasado casi tres años pero todavía sigo sin tener la respuesta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me pareción una novela magnífica, sobre todo en la descripción de una época y una clase social con una delicadeza y precisión inalcanzables. Quizás, y en mi opinión, no llegue al relato descarnado y auténtico de "Hermosos y malditos", o no haya ningún personaje de la contundencia de Gatsby, pero siempre es gozosísmo saborear la prosa de Fitgerald.
P.D: Me alegra que se te vaya pasando la enfermedad de los libros largos o "tolstoifobia".
P.P.D:En la primera página también hay un guiño a Proust, a ver si lo pillas.
Un simple mojaquero.

 
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