Vivencias polimórficas de un treintañero perplejo.

viernes, 28 de octubre de 2011

The Great English Houses


En una ocasión leí que vuestro admirado Winston Churchill (Premio Nobel de Literatura, vous vous souvenez), durante los tenebrosos días de la 2ª Guerra Mundial, gustaba de irse a dormir leyendo a Jane Austen, autora brillante donde las haya. Decía que al igual que Austen había sido capaz durante su vida de abstraerse de las convulsiones del tiempo que le tocó vivir (Revolución Francesa, guerras Napoléonicas, Congreso de Viena, Revolución Industrial, advenimiento de la Pax Britannica) y escribir sobre familias inglesas, jovencitas casaderas y líos matrimoniales de pueblo, él quería escapar de los horrores y preocupaciones diarios de una guerra mundial acudiendo a esa ficción escapista de la Austen.

Parece un buen plan, por lo que yo también opto por huir del careto de los batasunos, Patxi López et alii, de la deuda soberana y de su soberana madre, de Grecia, de la ETA y de la EPA, optando por la literatura y la ficción televisiva de evasión. Y por una casualidad de la vida acudo a Inglaterra, al periodo entreguerras, a la vida muelle de las clases altas terratenientes y sus relaciones con el servicio. Casualidad? No tal. En realidad lo que ocurre es que –sin haber plan determinado- la cabra tira al monte y uno acude siempre a lo que más le llama la atención.


Cuando me he querido dar cuenta, me había leído La señora Dalloway (1925) de Virginia Woolf, Los restos del día (1989) de Kazuo Ishiguro y Tío Fred en primavera (1939) de P. G. Wodehouse, amén de ver la peli Lo que queda del día (1993) y seis episodios de la segunda temporada de Downton Abbey (2010- ). Resulta fascinante asomarse a esta vida de las “grandes casas” inglesas, donde llegar tarde a la cena se consideraba pecado y donde había un mayordomo y siete lacayos con librea para servirte a todas horas salvo a la del desayuno, que había que servirse uno mismo. Reglas sociales y costumbres, o más bien, usos y costumbres elevados al rango de leyes sociales de cuya observación o no dependía la inclusión o no en el grupo de gente que contaba, nobles de más o menos abolengo, ricos industriales, diplomáticos, políticos, algún que otro artista encumbrado…

Un mundo que recibió el golpe de gracia tras la Primera Guerra Mundial y el Certificado de Defunción tras la Segunda, precisamente por lo cual quiero ver en el periodo entreguerras su auténtica Edad de Oro y canto del cisne. Porque, admitámoslo, esta época y estilo de vida nos fascinan por lo exótico, a lo mejor en Gran Bretaña tienen el sabor de la nostalgia pero aquí en España el de la ciencia ficción. Hablando de escapismo y de una época suspendida en el tiempo, el maestro de esto es el humorista P.G. Wodehouse, del que tantas veces he hablado.


A su obra Tío Fred en primavera, primera que me leo de la “saga del Castillo de Blandings”, llegué por el descacharrante personaje de Tío Fred, una de cuyas aventuras figuraba en el volumen Jovencitos con botines (1936), del que ya hablé aquí. Otros varios personajes del Club de los Zánganos pululan por estas páginas, en las que duques, condes y herederos se codean con otros tipos de menor lustre, y cómo no!, con mayordomos, secretarios, chóferes y doncellas, en una imposible trama de impostores y planes alocados a las que Wodehouse nos tiene tan bien acostumbrados.

Pero volvamos al realismo. Pocas veces hemos visto ese mundo que Philip Larkin evocara en su poema “MCMXIV”, de “sirvientes vestidos de manera diferente” y limusinas cogiendo polvo, tan bien representado como en la segunda temporada de Downton Abbey (comenzó a emitirse en Gran Bretaña el 18 de septiembre pasado), que lleva seis episodios y en el último nos mostró la celebración del Armisticio del 11/11/1918.


Por su construcción de personajes, sus tramas con solo el melodrama necesario y su recreación de época y ambiente, esta serie nos ha cautivado a todos, y cualquier caserón, servicio de mayordomos y doncellas o cacería del zorro que veamos a partir de ahora nos parecerá –forzosamente- una mierda comparados con los de la serie de Julian Fellowes. A mí me pasó la semana pasada, viendo algunos capítulos de Retorno a Brideshead (1981) –ah, se me olvidó nombrarla arriba- y la peli, por otra parte fantástica, de James Avory: Lo que queda del día. Quién no recuerda ese duelo interpretativo de contención y mesura que protagonizaban el mayordomo-robot-minusválido-emocional Anthony Hopkins y el ama de llaves Emma Thompson.

La peli está genial, pero una vez más resulta solo una pálida fotocopia del obrón maestro que fue Los restos del día (caretas fuera: libro y peli comparten título en inglés: The Remains of the Day), la novela que consagró a Kazuo Ishiguro como artista de las letras. Nacido en Japón en los años 50, pocos parecían a priori peor posicionados para meterse en la mente de un anciano mayordomo inglés de la vieja escuela, pero el trabajo que Ishiguro realizó en esta novela solo puede calificarse como sobresaliente. Qué me gusta un narrador poco fiable, Dios!


Muchas veces, a fuerza de leer lo que otros nos quieren hacer pasar por verdadero, somos concientes de las mentiras, exageraciones, omisiones etc, más o menos involuntarias que los seres humanos nos permitimos para poder sobrevivir. La reina de este rollo de tratar de reflejar lo que ocurre dentro de la cabeza de los personajes (el máximo realismo en teoría, pero el más alienante y artificial para el lector en la práctica) fue Virginia Woolf, quien con La señora Dalloway fijó el canon de lo que era el estilo indirecto libre. En esta ocasión no es la mente de un mayordomo la que penetramos, sino la de una señora de clase alta, además de otros personajes secundarios muy interesantes.

El esnobismo y la frivolidad de la señora Dalloway (me vais a permitir que crea que son un trasunto de los de la propia Woolf) y de otros miembros de su clase (políticos, médicos, empresarios, damas intrigantes) contrastan brutalmente con la vida de las criadas, dependientas y veteranos rasos de la 1ª Guerra Mundial, conformando uno de los frescos más vivos de la prosa en inglés del siglo XX. Un CLÁSICO por los cuatro costados. En más de una ocasión Mrs. Dalloway se pregunta qué sería de ella –y por extensión, de su estilo de vida- sin una servidumbre que la llevara entre algodones. Algo que la mayoría de los mortales solo nos podemos imaginar cómo sería, menos mal que tenemos estas obritas para hacerlo.

2 comentarios:

tirso malatesta dijo...

A Miss dalloway (Dull Way I guess), la tengo pendiente desde que vi diez veces The Hours. Un dia u otro te tienen que hacer Sir por la difusión de la cultura sajona que haces.

Tomás A.G. dijo...

Permítame discrepar cuando compara Downton Abbey con Retorno a Brideshead. Mi modesta opinión es que la serie basada en la novela de Evelyn Waugh es una obra maestra de la televisión de todos los tiempos. En cambio Downton Abbey, a pesar de ser una serie más que correcta (por el momento), no puede evitar que respiremos el infame olor sobaquil del grupo de guionistas que aguarda al final de cada temporada, cuadernillo y lápiz en ristre, esperando la medición de audiencias seguidas por las órdenes de un indecente productor televisivo que decidirá sobre el futuro de los indefensos personajes. Es televisión actual, en fin.
Esperemos que mi desesperanza sea equivocación y que una vez más los británicos salven la calidad del medio.
Su blog es muy divertido e interesante. Con su permiso me quedo.
Un saludo.

 
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