
“En el nomne del Padre, que fizo toda cosa
Et de don Ihesuchristo, fijo de la Gloriosa,
Et del Spíritu Sancto, que egual d'ellos posa,
De un manjar exquisito quiero fer una prosa.”
(Gonzalo de Berceo me perdone)
Et de don Ihesuchristo, fijo de la Gloriosa,
Et del Spíritu Sancto, que egual d'ellos posa,
De un manjar exquisito quiero fer una prosa.”
(Gonzalo de Berceo me perdone)
Granada, ¿eh? Las culturas convivieron tanto que los Reyes Católicos le pusieron sitio y la conquistaron. Cinco siglos después, los marroquíes nos la devolvieron mandando a sus hijos a estudiar al antiguo reino nazarí y fundando tiendas donde se venden babuchas, lámparas de hierro e imanes feos. Los que me conocéis sabéis que no soy precisamente Edward Said, que mi interés por lo Oriental es uno o ninguno. Que viajo a los países árabes solo por las civilizaciones antiguas que los poblaron. Pero Granada tiene catedral y, por tanto, merece el máximo respeto.
En mis múltiples viajes, excursiones e incursiones, cada vez que me ha sido necesario reponer fuerzas, pocas soluciones he encontrado tan jugosas, sencillas, elegantes y deliciosas como el tierno y humilde kebab. Sí, sí, sí: ya os escucho reíros… pero envainad vuestro cinismo porque un buen kebab, uno de calidad, es una especie de bocadillo que rivaliza con cualquiera. Si analizamos sus ingredientes básicos (pan, carne, verduras y una salsa) solo podemos llegar a la conclusión de que el invento es la obra de un genio. Y no uno de esos genios modernos como Fernando Alonso sino de uno de verdad, de uno antiguo, de un demiurgo, de un dios.

¡Por supuesto que hay kebabs malos, con mala pinta y sabor, kebabs subestándar dispensados en establecimientos insalubres! Exactamente igual que hamburguesas o tortillas de papas malas. Pero si el sitio es de confianza y los ingredientes frescos, nada puede compararse a la inmensa ola de alegría y respeto a otras culturas que nos invade con el primer muerdo a un kebab. Paralelamente, el kebab lleva haciendo una callada pero importante labor de salud pública (sobre todo en Gran Bretaña): nutriendo y aplacando borrachos desde hace tres décadas.
Debo aclarar acaso que, no siendo un purista de la gastronomía exótica, no estoy muy al tanto de la taxonomía de este platillo exótico, y que entiendo por kebab “er tronchaco de carne, compadre” (bien liado en una sábana o metido en un pan plano con una hendidura.) Estas cosas tienen múltiples nombres según el sitio y los ingredientes: kebab, kebap, kabab, pita, durum, lahmacun, gyros… pero estemos donde estemos, Estambul, Varsovia o Londres, ya sabemos a qué nos estamos refiriendo. Con su carnaca ahí de pollo o ternera (si mixto, ya la locura), con su ensalada, con su quesito si puede ser… incluso con papas fritas en el mejor de los casos. Y con esa misteriosa y fresca salsa blanca pariente del yogur… mmm…

Voy a confesar dos cosas (a lo mejor tres.) 1) En Miciudad, famosa en tantos aspectos por su cocina, todavía no he conseguido comerme un kebab decente. 2) Cuando el mono aprieta, un compi de Cosica y yo hacemos una razia hasta La Gran Ciudad para comernos un kebab. 3) Esta Semana Santa, estando en Toulouse, fui objeto de todo tipo de injurias por mis compañeros de viaje por ir a comerme un kebab. Pero tal es el signo del fan, amigos: el estoicismo.
Recientemente en Granada, Capital Española del kebab (qué más da que su origen sea turco, griego, árabe o pakistaní: es pan con carne y verduras), me ha sido dado el descubrir el mayor templo del kebab, por recomendación de un amigo. No suelo hacer publicidad en Estatuas Verdes, pero ya que hay tantos lectores fans de Granada no puedo callarme, el mundo necesita conocer. Un chinchalillo de aspecto cutre sito en la Calle Almireceros, por nombre Gran Kebab Alhambra. Dios y mi estómago saben de lo que estoy hablando.