
-“¡Qué aburrimiento, Dios mío!”
(Escuchado en un café de la zona más cool de Miciudad)
Ahora que hasta la gente de barrio obrero lleva gafas de pasta es un momento interesante –opino- para reflexionar sobre la ciudad. Pienso y observo, observo y pienso, y la primera conclusión a la que llego es que en la ciudad no hay lugar para los quietos. Parado en una esquina diez segundos (no hace falta más) descubre uno que automáticamente se convierte en un obstáculo para el tráfico de peatones.
Hago trampa porque estoy en una calle céntrica, claro, y aquí la gente parece tener más prisa de lo que resultaría bonito. Se aproxima la hora del cierre de las tiendas, pero yo ya he comprado (el último de Quique González y un DVD de Guns N’ Roses) y hete aquí que me encuentro entre las manos casi una hora de tiempo libre que matar hasta quedar con alguien. En inglés se dice “kill time”, me gusta más esta expresión que la de “hacer tiempo”, porque en realidad cuando a uno le sobra ídem no es que haga precisamente nada.
Pero parece que esto la ciudad no lo permite, que contraviene sus reglas. Sus calles y sus viandantes me penalizan severamente por andar despacio, por no ir al ritmo: por pasear. Vacilo un poco y mi torpeza es saludada por la recriminación de las señoras con bolsas de unos grandes almacenes. No puedo pararme aquí, ni siquiera para decidir hacia qué dirección iré. He de tener el camino marcado, fijo, desde antes de salir de casa. Pero no es mi caso, y me voy chocando, y choco, y choco, y choco… hasta que me pierdo entre la gente como un duro antiguo o como aquel videoclip de Richard Ashcroft.

“¡Mamá, que me quedo con Papá, con la Desiré y con la Cristina, que vamos a cenar en el McDonald’s!” Es la banda sonora de Miciudad, esta capital de segunda que es muchísimo más que un pueblo pero que no termina de despegar. Veo a una persona inválida (¿Cómo se dice ahora? ¿“Inválida”? ¿“Minusválida”? ¿“Impedida”?), creo que hoy se dice “discapacitada”, va en una silla de ruedas. Ella tampoco tiene buen encaje en la marcha general de la ciudad, como no lo tuvo mi hermanita, que en paz descanse.
Como un posible antídoto a este trasiego de los frenéticos, me adentro en la parte bohemia de Miciudad: antaño un lodazal de putas y hoy paradigma de lo cool. Es solo un espejismo: el tedio reina aquí como en todas partes, en esta bendita urbe. Sé que ese título le queda grande, pero las luces de neón con pretensiones, los cafés míticos y las heladerías me impiden –como ya dije- llamarla “pueblo”.

Los taxis –que regular y puntualmente van cruzando la gran plaza- se ofrecen como oportunas vías de escape. Podría subirme a uno de ellos, encerrarme pronto en casa a poner discos y soñar, pero es que no: no será esta noche. La tarde-noche y la ciudad hace rato que están exigiendo de mí una prueba de carácter, por lo que decido quedarme. De modo que entro en un café (uno de esos cafés para modernos de Miciudad) y decido ponerme a prueba absurdamente a mí mismo también.
Hasta mí llega una musiquilla dulciamarga, como la tónica a la que estoy entreteniendo: son Arctic Monkeys, The Strokes… los sospechosos habituales. El escenario podría ser propicio para muchas cosas si no fuera porque ahora mismo no me acompaña nadie. Estoy parado, quieto, aquí sentado en esta mesa, la ciudad se desenvuelve a mi alrededor con una lentitud pasmosa para tratarse de una noche de viernes.
Suena otro tema –indie español- y en ese instante me doy cuenta: si en diez minutos no suena mi móvil no tendré más remedio que irme a casa solo, la ciudad me ha derrotado.