Me llaman de una radio local para hablar en un programa sobre Truman Capote. Algunas preguntas sobre su vida y obra intercalando cortes sonoros de Capote, esa película de 2005 sobre el escritor norteamericano. Me dicen que el programa será en diferido, se grabará este jueves.
Lo cierto es que Capote, con interesarme mucho, no es de mis escritores favoritos, ni siquiera de mis escritores norteamericanos favoritos. Yo me quedo con su faceta de conversador brillante y hombre de moda, un Oscar Wilde de la Guerra Fría, alternando en la discoteca Studio 54 con Andy Warhol, Sylvester Stallone o Deborah Harry. ¿Por qué no me habrán llamado para hablar de Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald o Bret Easton Ellis?
Pero toca hablar del Capote escritor, y confieso que mi primer impulso ha sido lanzarme a las estanterías y desenterrar mis copias de A sangre fría (1965) y Desayuno en Tiffany’s (1958). Mi segundo impulso ha sido coger un manual de literatura norteamericana y repasarme lo que dijera sobre el escritor sureño y sus libros. Pero he desistido de ambas cosas; he recordado a tiempo las palabras del locutor del programa donde voy a intervenir: “no hace falta que te prepares nada”.
Más relajado, he conjurado otros momentos en que Truman Capote ha aparecido en mi vida, por ejemplo cuando se coló en Todo sobre mi madre (1999), mientras Cecilia Roth le leía a su hijo el comienzo de Música para camaleones. O aquella canción del ex-marido de la Roth (Fito Páez) titulada precisamente “Música para camaleones”, en la que podía escucharse el mismo texto que salía en la peli de Almodóvar.
O la adaptación cinematográfica de A sangre fría, esa cruel historia en blanco y negro que en 1967 transportaba a la pantalla la primera “novela de no ficción” (decir simplemente “reportaje” no sería muy Capote). O esa otra adaptación cinematográfica, mucho más amable y dulce: Desayuno con diamantes, de 1961, en la que salían un gato, Audrey Hepburn, el coronel Hannibal del Equipo ‘A’ y José Luis de Vilallonga.
Aunque todos dicen que es muy buena, no he visto Historia de un crimen (2006), última versión peliculera de la vida de Capote y el proceso de creación de A sangre fría. Sí vi, en cambio, la ya citada Capote (en España se tituló Truman Capote, yo creo que para que nadie pensara que se trataba de la tan esperada biografía de Manolete). Aquella película le valió un Oscar, un Globo de Oro y un BAFTA al siempre minusvalorado Philip Seymour Hoffman, uno de mis actores favoritos. No me puedo quitar de la cabeza sus actuaciones como secundario en Happiness (1998), El gran Lebowski (1998), El talento de Mr. Ripley (1999), Casi famosos (2000) o Entonces llegó ella (2004). Merecidísimos los galardones y merecidísimo el papel protagonista.
Lo cierto es que Capote, con interesarme mucho, no es de mis escritores favoritos, ni siquiera de mis escritores norteamericanos favoritos. Yo me quedo con su faceta de conversador brillante y hombre de moda, un Oscar Wilde de la Guerra Fría, alternando en la discoteca Studio 54 con Andy Warhol, Sylvester Stallone o Deborah Harry. ¿Por qué no me habrán llamado para hablar de Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald o Bret Easton Ellis?
Pero toca hablar del Capote escritor, y confieso que mi primer impulso ha sido lanzarme a las estanterías y desenterrar mis copias de A sangre fría (1965) y Desayuno en Tiffany’s (1958). Mi segundo impulso ha sido coger un manual de literatura norteamericana y repasarme lo que dijera sobre el escritor sureño y sus libros. Pero he desistido de ambas cosas; he recordado a tiempo las palabras del locutor del programa donde voy a intervenir: “no hace falta que te prepares nada”.
Más relajado, he conjurado otros momentos en que Truman Capote ha aparecido en mi vida, por ejemplo cuando se coló en Todo sobre mi madre (1999), mientras Cecilia Roth le leía a su hijo el comienzo de Música para camaleones. O aquella canción del ex-marido de la Roth (Fito Páez) titulada precisamente “Música para camaleones”, en la que podía escucharse el mismo texto que salía en la peli de Almodóvar.
O la adaptación cinematográfica de A sangre fría, esa cruel historia en blanco y negro que en 1967 transportaba a la pantalla la primera “novela de no ficción” (decir simplemente “reportaje” no sería muy Capote). O esa otra adaptación cinematográfica, mucho más amable y dulce: Desayuno con diamantes, de 1961, en la que salían un gato, Audrey Hepburn, el coronel Hannibal del Equipo ‘A’ y José Luis de Vilallonga.
Aunque todos dicen que es muy buena, no he visto Historia de un crimen (2006), última versión peliculera de la vida de Capote y el proceso de creación de A sangre fría. Sí vi, en cambio, la ya citada Capote (en España se tituló Truman Capote, yo creo que para que nadie pensara que se trataba de la tan esperada biografía de Manolete). Aquella película le valió un Oscar, un Globo de Oro y un BAFTA al siempre minusvalorado Philip Seymour Hoffman, uno de mis actores favoritos. No me puedo quitar de la cabeza sus actuaciones como secundario en Happiness (1998), El gran Lebowski (1998), El talento de Mr. Ripley (1999), Casi famosos (2000) o Entonces llegó ella (2004). Merecidísimos los galardones y merecidísimo el papel protagonista.
Volviendo a Truman Capote, un tipo con el que (lo siento pero) me resulta muy difícil simpatizar, podríamos decir que fue un maestro del periodismo de investigación. También que vivía de venderle cuentos a la revista New Yorker. Sin embargo, sospecho que gran parte de la fama del escritor es debida al personaje público, y eso, Truman nuestro que estás en los manuales de literatura, es hacer trampa.
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